María Sánchez recoge las palabras que se van perdiendo de la sabiduría rural

Una almáciga es esa zona del huerto donde germinan las semillas para que crezcan protegidas y ser luego trasplantadas. Una almáciga de palabras del mundo rural es lo que ha creado María Sánchez para recoger, reivindicar y cuidar todas esas palabras ligadas a la vida en los pueblos, al campo, que desaparecerán cuando mueran nuestros mayores, quienes atesoran sabiduría, conocimientos y culturas que no nos podemos permitir perder. La ‘veterinaria que escribe’, autora de ‘Cuaderno de campo’ y ‘Tierra de mujeres’, nos habla de su último libro: ‘Almáciga, un vivero de palabras de nuestro medio rural’.

“En mi pueblo, cuando cae una helada fuerte se llama pelúa. ¿Y qué ocurre si aparece la niebla y se hiela? De Huesca viene la preciosa palabra dorondón para quedarse y enseñarnos cómo sabe dejar el campo como si estuviera recién nevado. Una palabra que en sí misma parece un cuento o una canción para dormir antes de que llegue el frío y el hielo a los animales del bosque”. Así relata María Sánchez una de las palabras-semilla que recoge en su libro Almáciga, un vivero de palabras de nuestro medio rural, editado por Geoplaneta e ilustrado por Cristina Jiménez.

Cuenta la autora que el título se lo sugirió su padre. “Estaba con la idea de recuperar las palabras y, comentando con mi familia, pregunté qué palabra del campo podría usar para esto y me dijo “una almáciga” y es que la imagen es muy potente. La almáciga del huerto servía perfectamente para hacer que las plantas germinen, broten, cojan fuerza, y me gustó mucho el símil para que las palabras se cobijen, se compartan, se nombren y se vuelvan a oír”.

A ella le gusta creer que, al igual que la lluvia devuelve la vida, rescatar estas palabras puede despertar vínculos que creíamos perdidos. “Escribir es como sembrar, hay que preparar la tierra”. Y así ha ido arando el texto, con surcos y azadas, prestando atención a pájaros y rebaños, buscando cobijo y lumbre, caminando palabras arraigadas a la tierra, palabras en peligro, palabras que esconden historias, que nombran con precisión lo que sucede en la naturaleza, que representan la forma de expresarse que tiene el campo y quienes lo habitan y que, irremediablemente, nos conectan a una parte muy profunda de nuestro ser, a nuestras historias familiares, a nuestros antepasados, a toda una historia colectiva.

Por eso el libro no es un diccionario, es el alma de una forma de nombrar y nombrarse. “No quería hacer un diccionario al uso, no quería que fuera cerrado. En muchos sitios hay ya libritos de vocabulario propio del pueblo, yo quería enhebrarlo, darle sentido, contar una historia. Y que a la gente le provoque la inquietud de buscar palabras que no quieren que se pierdan. Quiero que el semillero siga creciendo, que cada persona se haga su propia almáciga de las palabras que quiere cuidar”. María ha hecho de su escritura una madriguera para esas palabras seleccionadas en el libro, pero el proyecto se extiende en una página webdonde quien quiera puede enviar sus palabras rescatadas.

“No es sólo el significado de la palabra o cómo se usaba, sino las historias que hay detrás, qué hacían, qué sentido de comunidad tenían, qué oficio. Tiene que ver con la memoria, escarbas un poquito y te encuentras con cosas que no sabías de tu propia familia. Es muy importante saber de dónde venimos para saber adónde vamos. Me mandaron a la web la palabra aparadora: mujeres de la zona de Levante que hacían y siguen haciendo los zapatos en su casa. He hablado con dos mujeres que son familiares de aparadoras y lo que cuentan es brutal: hablan del trabajo invisibilizado, de lo poco que cobraban, una me ha mandado una foto de su hermana jugando con los botes tóxicos de pintura… Una palabra sirve para sacar a la luz todo lo que la rodea. Lo bueno y lo malo”.

En esta Almáciga se da una simbiosis floral entre forma y contenido y las palabras se enlazan armoniosamente con la vida en el campo, en el pueblo. Palabras que recogen matices de forma precisa y nos amplifican la percepción de la realidad para nombrar, por ejemplo, el olor que se produce cuando cae la lluvia sobre la tierra seca: petricor. “Una palabra que es conocida, pero resulta que no está en el diccionario de la RAE. Son términos que nos ayudan a relacionarnos con la tierra y la naturaleza. En Galicia y el País Vasco hay muchas formas distintas para nombrar los diferentes tipos de lluvia. Si no las conocemos, si no se inculca el amor por ellas y el amor por la naturaleza, no se puede valorar lo que no se conoce”.

Desde pequeña María seguía los rastros. “Gracias a la infancia que he tenido soy la que soy ahora. Teníamos el rebaño de cabras, se hacía queso en casa, siempre me ha gustado mucho ir al campo. Cuando cambias la forma de mirar te encuentras muchas cosas en el suelo, es como un idioma que hay que aprender y ves rastros de animales, huellas, ramas…”. Ahora rastrea palabras y deja el legado en las páginas de su libro, un diálogo-tejido que une a personas de varias generaciones. “Me duele pensar que hay palabras que no volveré a oír más cuando mi abuela se vaya”.

La escritora cordobesa se ha convertido en referente de la defensa del mundo rural y otras formas de producción respetuosas con el entorno (agroecología, pastoreo, ganadería extensiva). Veterinaria de campo, trabaja con razas autóctonas en peligro de extinción y ha obtenido diversos premios por su divulgación del mundo rural y la visibilización de las mujeres rurales.

En una anterior entrevista publicada en El Asombrario, decía: “Hemos sido muy injustas con nuestras madres y nuestras abuelas” . Retomando esa idea e hilando ahora con su actual libro, cabe preguntarse si nos hemos empeñado en nombrarlas con nuestras palabras y no con las suyas propias. “Creo que sí, con nuestras palabras y nuestras circunstancias, sin entender las de ellas y los lugares de donde ellas parten. Hemos querido ir tan rápido que pasamos por encima a las anteriores generaciones. Nos hemos fijado en la historia de escritoras, poetas, científicas, y hemos pasado por encima de la vida de las mujeres de nuestra propia familia”.

¿Y qué pasa con las palabras que no usamos y no nombramos? “Primero no las conocemos, así que no las nombramos y no las cuidamos. Las palabras que recojo en el libro están muy ligadas a las formas de ver la vida del campo, el medio rural, la ganadería, el huerto, a un sistema que respeta los tiempos de la naturaleza, una agricultura y ganadería sostenibles, algo que ahora mismo no es rentable para el sistema, que está enfocado en la producción y no en la vida o en no contaminar. No pretendo que vivamos como vivían nuestros abuelos y nuestras abuelas, pero sí que no despreciemos ese conocimiento, esos saberes que son patrimonio y cultura. Si combináramos las herramientas que tenemos hoy en día con todo ese conocimiento, se abrirían ventanas y aprenderíamos muchísimo”.

En este sentido, la autora reivindica la igualdad y el respeto entre los diferentes saberes. “Se ha decidido lo que se dice que es válido y lo que no, lo que se ha impuesto y lo que te hace sentirte ignorante o analfabeto por ser de pueblo porque se te ha dicho que lo tuyo no valía. Ahora vemos como noticia que las cabras son los mejores bomberos forestales y eso los cabreros lo llevan sabiendo toda la vida, los saben los pastores, no tiene que venir una universidad con estudios científicos a decírselo”.

María ha sentido también en sus propias carnes esa mirada que juzga y desprecia el acento con el que habla o las expresiones que utiliza. “Sentir esa otra mirada que supuestamente es la válida, la importante y sobre la que gira todo. Seguimos con prejuicios y estereotipos. Las culturas que tenemos en los territorios son muy ricas y diversas, no hay solo una cultura rural”. Recuerda, por ejemplo, que en todas las regiones y las lenguas existe una palabra para designar el trabajo comunal de los pueblos, algo de lo que deberíamos sentirnos muy orgullosos. “Creo que tenemos que dignificar esos saberes del campo y reconocer a esos hombres y mujeres a los que se les dijo que lo suyo no valía y se les despojó de contenido. Lo decía Miguel Delibes en ese maravilloso discurso de entrada a la RAE, ¿el progreso a costa de qué? ¿A costa de despreciar lo que sabe la gente? Hay mucho conocimiento que no se aprende en la universidad pero sí en el estar día a día con la tierra y formar parte de ella”.

Recuperar todo ese saber, todas estas palabras, al final requiere que nos juntemos a hablar, a preguntar, a escuchar, que nos sentemos a compartir, intercambiar, conversar. Todo lo contrario a lo que nos lleva la vida de la prisa. Esa prisa que se paró durante el confinamiento, provocando en María la necesidad de ampliar el texto por ese estado de alarma y miedo que lo impregnaba todo. “Para mí es fundamental la palabra que usa Silvia Rivera Cusicanqui (pachakutik) para referirse a esos segundos en los que la tierra tiembla, temblores que provocan catástrofes pero en las nuevas fracturas se generan nuevos espacios, llenos de opciones y posibilidades. Quería cerrar el libro con esa idea, en tiempos de ruptura y de pandemia se generan espacios de lucidez. Ahora es el momento. En las ciudades hemos visto cómo durante el confinamiento se ha recreado la vida en los pueblos, vecinos que se han conocido y han hecho pequeñas comunidades. Y la propia ciudadanía se ha organizado para ofrecer alimentos a quienes lo necesitaban. Es el momento de plantearnos qué ciudades y qué pueblos queremos habitar”. Subraya la importancia de lo que ha sucedido, ya que la pandemia sacó a la luz las condiciones de trabajo de los temporeros en el campo, “algo conocido desde hace años, pero ahora puede que nos permita pensar qué trabajo en el campo queremos, qué comida queremos comer, se abren reflexiones, preguntas”.

Para construir a partir de lo que se rompe, quizá podamos encontrar también en su libro algunas palabras-cimiento a modo de base sólida sobre la que explorar y edificar. “Hay una palabra de mi Almáciga que creo que tenemos que reivindicar, me la descubrieron en el pirineo aragonés: cosirar. Es eso que siempre se ha hecho en los pueblos: voy a ver al abuelo, voy a ver el huerto, voy a ver a los animales a ver si están bien o necesitan algo. Significa cuidar con cuidado, con cariño. Implica algo más que mirar o vigilar, es estar pendientes de los que nos rodea. Creo que debemos cosirarnos más. Me gustaría ser una buena cosiradora”.

Entrevista de Silvia Melero publicada en El Asombrario