Conversaciones con mi abuela

Hace unos años comencé a compartir en mi perfil de Facebook algunas anécdotas y palabras intercambiadas con mi abuela. Fue tan bonita la acogida por parte de las personas que lo leían que acabé haciéndolo con cierta regularidad, rescatando momentos y vivencias. Lo que pasó al otro lado es que las personas me compartían también sus recuerdos, sus vivencias con sus mayores, y se produjo algo muy hermoso. Muchas emociones, mucha memoria, mucho homenaje y muchas risas. Lo hice hasta que mi abuela murió hace tres meses. He rebuscado para rescatar algunos de esos fragmentos y reunirlos aquí (no está todo, pero sí una buena representación). Ahí quedan esas líneas para que el recuerdo, la memoria, el homenaje y las risas continúen. Por todo ese legado y sabiduría que nos dejan nuestros seres queridos más mayores. Mi abuela Eustasia vivió más de un siglo. Estaba a punto de cumplir 101 años. Un siglo de vivencias y experiencias. Conversemos, pues…

CONVERSACIONES CON MI ABUELA

Marzo 2015

He tenido la suerte de celebrar estos días el 95 cumpleaños de mi abuela, la de la foto de la izquierda (Sacramenia, Segovia). Está pelando codornices. Mi otra abuela, la de la foto de la derecha (Entrambasaguas, Cantabria) ya murió. Las dos tienen en común que son mujeres rurales. Mujeres Tierra. En mis recuerdos siempre están haciendo cosas, sin descanso: trabajando en el campo segando, en la huerta, con los animales, ordeñando, cocinando, lavando, cuidando, recitando canciones populares grabadas en su memoria… De pequeña me fascinaba observarlas, no me daba asco verlas quitar plumas o despellejar conejos. Todo formaba parte de ese ciclo de la vida natural de los pueblos. Cuando crecí me di cuenta de la dureza de ese trabajo no remunerado. No quiero idealizar la vida del mundo rural, tanto mis abuelas como mis abuelos han pasado por situaciones duras, limitaciones materiales y emocionales, y he elegido quedarme con el aprendizaje que dejan esas vivencias, con lo que sí puede enseñarnos el legado de los mayores y lo que aún se mantiene en los pueblos en cuanto a conexión con la Naturaleza y los ciclos vitales.

Mis dos abuelas han pasado por situaciones muy difíciles. Pero una de ellas ha cumplido ya 95 años, con una salud de hierro. Mi abuela es castellana. Ya me entendéis. En concreto, ella no te dirá palabras cariñosas. Pero sí te dirá “no te preocupes, teniendo comida y techo todo va bien”. O “sólo pido que las cosas que queréis hacer podáis hacerlas, y que tengáis salud”. Lo pide cuando va a misa, cada día. Ella sabe que yo no sigo ninguna religión. Un día me preguntó qué era eso del yoga que yo hacía. Me di cuenta de que hacíamos lo mismo, desde lugares distintos. La calma mental que a ella le dan sus rezos a mí me lo da la práctica de meditación o escuchar música, por ejemplo. Donde ella dice “fe” yo digo “confianza”. Mi abuela es muy austera. Mucho. A veces en exceso, pero entiendo que es por lo que ha vivido. En la cocina reutiliza todo. Todo. Nada se tira. Del aceite usado hace jabón. De unas sábanas viejas hace trapos para limpiar los cristales. De sobrantes de lana hace una manta preciosa. Convirtió un vestido de tela muy bueno que se compró hace 40 años, cuando fue a Valladolid con mi abuelo, en una falda con blusa. Aún se pone esa falda, porque menudos tejidos los de antes, salían muy buenos, no como ahora. Si le regalas una bata, ella la desarma y se la cose a su gusto, cambia los bolsillos de lugar y se la ensancha o encoge para estar más cómoda. Pero no le gusta que le regalemos nada, aunque ella sí lo hace. Un día me enfadé: “Abuela, no sólo hay que saber dar, también hay que saber recibir”. Ella dice que ya no necesita nada más, que tiene cosas de sobra hasta el día que se muera. Mi abuela nunca nos ha dado caprichos. Jamás una comida alternativa: lo que hay en el plato te lo comes. Igual que mis padres, nos han acostumbrado a comer de todo. Disfrutamos mucho de la comida.

Cuando nos quedamos solas charlando me cuenta muchas vivencias. Los hermanos que se le murieron de pequeñitos de enfermedades que nadie sabía. Los abortos que tuvo, porque antes era muy normal perder varios embarazos. La guerra civil de la que apenas hablaba mi abuelo cuando regresó. Me cuenta que por el pueblo pasaba un señor vendiendo el cancionero, podías comprar la letra de una canción popular y así te la aprendías. También se hacía pan de forma colectiva. Una ponía el trigo, otra amasaba para todo el pueblo y luego se repartía el pan y se iban rotando las funciones.

Mi abuela tiene su carácter, como todo el mundo, pero también es muy serena.

En momentos muy duros ha mantenido la calma de una forma asombrosa. Con toda la sensatez, siempre dice: “¿De qué sirve ponerse tan mal, vas a solucionar algo así?”

Un día hice un reportaje sobre mujeres rurales y entrevisté a mis dos abuelas: Eustasia y Concha. Fue en el año 2008 y fue un reconocimiento a ellas y a todas las mujeres campesinas, agricultoras y ganaderas que han sustentado, y siguen sustentando, el medio rural. Son las mujeres que nos alimentan, junto al trabajo de los campesinos y agricultores. Alimentan al mundo (frente a la agricultura industrial monstruosa). Va este pequeño homenaje hoy también para las abuelas. Las mías y las vuestras.


Mayo 2015

De los 9 a los 15 años fue al colegio. “No se me daban muy bien las letras, se me daba mejor ir a por cangrejos al río o a caracoles al salir de la escuela con mi amiga Bernarda. Cogíamos docenas. Así ya llevaba a casa la cena”. Para coger los cangrejos en el río se hacía desde bien pequeña su propio ratel con un trozo de saco a modo de red, alambre, cuerda y una horquilla. Con lo de la horquilla yo pienso en una del pelo y no entiendo bien el mecanismo. Pero resulta que se trata de una ‘horquilla’ de palo. Luego hemos hablado de su padre, que era pastor. Al principio no tenía rebaño propio, así que trabajaba cuidando los rebaños de los demás. En una de las casas del “señor” para el que trabajaba, resulta que trabajaba también como “criada” la que sería madre de mi abuela. Se casaron y tuvieron seis hijos. Varios hermanos de mi abuela trabajaron de esquiladores. Aquí yo intervengo diciendo “claro, pelando a las ovejas”. Pero no sólo. “Iban de pueblo en pueblo esquilando burros y asnos”. Yo me quedo un poco perpleja. No había pensado que a los burros y asnos también les cortaban el pelo. “Qué curioso, abuela, como una peluquería ambulante para animales, de pueblo en pueblo”.
Así mismo era.


Junio 2015

Le preguntan a mi abuela (95 años) en el banco que cuánto dinero va a sacar.
Responde: “Ninguno, vengo sólo a decir que sigo viva, vamos que estoy aquí”.
Me parto, pero es que resulta que debe ir cada seis meses para confirmar que está viva, es como una especie de control para el cobro de la pensión. Tal cual. Luego me ha contado que estuvo casi 20 años de luto porque enlazó una muerte con otra. Cuando tenía 17 años perdió a su hermana, luego a su padre, su suegro, su madre, su suegra… En los pueblos era así, de negro enterita, con medias y todo en verano. Se tuvo que casar de negro con mi abuelo. Y muchos años después, ya en Madrid, cuando murió mi abuelo, otros nueve años de luto. Así que ahora, que viste de otros colores (discretos, pero colores), no le gusta nada el color negro. “Si acaso una falda, pero poco más”.
Y a continuación me ha contado otra historia sobre el pariente de un vecino que vino al pueblo y se cayó del burro.
Sentencia: “Como era de capital, se rompió el brazo”.
Y yo: “Ah, ¿si no hubiera sido de capital no se hubiera roto el hueso?”.
Ella, convencida: “Seguro que no”.


3 diciembre 2015

Como ella me da permiso, os cuento. Resulta que a sus 96 años el otro día estaba de paseo con sus amigas en la calle y no le dio tiempo a llegar a casa… Vamos, que se le escapó un poco de pis. Entonces el médico le ha recetado unos pañales para mayores. Me lleva a la habitación para que los vea, porque ella no se apaña. “Me han dado varios tamaños para experimentar, pero mira, ¿tú lo ves normal?”. Y despliega ante mi unos pañales formato gigante horrorosos que, efectivamente es imposible que se ponga una mujer delgada y pequeña. Alguien habrá pensado que los mayores son como luchadores de Sumo, porque no lo entiendo. Entonces mi abuela, como ha hecho siempre en la vida (sobre todo con la ropa), reinventa, reutiliza, recicla y se adapta todo a sus necesidades. Con mucha discreción, me enseña una bolsa que tiene escondida dentro de un taburete. Y me explica: “Así que me los estoy cortando así con la tijera, de cada pañal hago varios trozos como si fueran compresas. Y así encima ya tengo para un año. Digo yo que mientras no me mee por la pata abajo, todo sirve. ¿No te parece?”.


15 de enero 2016

Mi abuela ha desarrollado una teoría sobre las sábanas que soy incapaz de reproducir. Mezcla tamaños según el ancho, combinando juegos diferentes, de manera que las más estrechas son bajeras y las más anchas encimeras. De las 24 sábanas ‘buenas’, de toda la vida, le quedan cuatro. El resto son de tejidos modernos que “no salen bien”. Cuando se ponen viejas, hace trapos. De las fundas de unos almohadones hizo unos delantales. De unos visillos hizo una funda para el colchón. De unos tirantes anchos de un sujetador que no le valía ha hecho unas ligas para sujetarse las medias, porque ella se corta las medias, no le gusta que lleguen hasta arriba porque tarda mucho en quitarse toda la ropa cuando va al baño. Como es muy friolera y siempre tiene los pies fríos, se prepara muy bien la cama. Le gusta tener mucho peso encima. Se pone varias mantas, entre ellas una de lana “de verdad” que tejió su madre, que hilaba en el huso. Yo tengo otra de esas mantas, me la regaló. Es la caña, abriga mucho. También mi bisabuela hizo unos calcetines de lana pura que aún conserva mi abuela. Dice que un día me los regaló y yo no los quise porque me picaban mucho. Yo de eso no me acuerdo, pero vale. Le pregunto cuántos años tendrán, teniendo en cuenta que mi abuela tiene 95 años. “Vete tú a saber, pues muchos. Estas sábanas también son muy antiguas, las he gastado muy bien, los tejidos buenos no dan pelotillas”, me dice. De una bufanda de lana vieja hizo unos calentadores para ponerse debajo de la sábana bajera, así le calientan los pies. Y ha hecho un invento con el platillo-calentador eléctrico que se mete con ella cuando se va a dormir. Le ha puesto una cuerdita y así va tirando de él desde los pies hacia arriba para que caliente toda la cama.

También me ha contado que su padre cosechaba el cáñamo y luego su madre, tras un proceso en el que lo pasaban por agua, lo cardaba y después separaba los fragmentos para hacer hilos. Y lo que se tejía con eso era muy duradero. Y, entonces, sentencia: “Donde esté el lienzo que se quite el tergal”.


26 enero 2016

“Estamos cual piojos en costura”. Así describe mi abuela cómo se ha sentido la noche que pasó en las urgencias del Hospital Gregorio Marañón. Camas acumuladas, apenas espacio para los acompañantes, sensación de hacinamiento. Ni siquiera hay biombos para separar, así que ella tenía la lado a una chica en estado crítico a la que le hicieron un lavado de estómago. Estrés para los pacientes, estrés para los profesionales, que tienen que mover camas y hacer hueco para poder pasar la maquinaria y los aparatos que necesitan. A mi abuela la han tenido que ingresar por un problema gastrointestinal. Con casi 96 años algo tiene que tener. Luego la subieron a planta y tras una semana ya se encuentra bien, fuete y en casa. Una de las enfermeras nos contó una mañana que la gente piensa que están muy bien remuneradas pero no es así, y no se valora su trabajo. “No podemos pagarlo con los pacientes, los que nos preocupamos de los enfermos en el día a día somos el personal sanitario, si por los de arriba fuera sólo serían números”. Ella ha participado en todas las manifestaciones de la Marea Blanca en defensa de la sanidad pública. “Pero así estamos, cada vez peor. Imagínate con los mayores, que no son rentables”. Las enfermeras flipaban con mi abuela, porque tiene la cabeza de lujo. Es muy activa y come de todo. ‘A mí todo me sabe bien, hasta la comida de hospital’. No le hace ascos a nada. De toda la vida. Guarda el pan del día anterior y por la mañana, ya duro, lo trocea y se lo pone en un tazón de leche. Le preguntan las doctoras si ha perdido peso. Es como un GPS. Capaz de decir más o menos cuánto pesa y en cuánto tiempo ha perdido. “Me lo noto por las faldas”. Cuando la pesan, es exactamente lo que ha dicho. Mi abuela es muy directa. Los primeros días no estaba para hablar, se sentía mareada y débil, así que te lo dice. Hacemos silencio. Se queda tranquila, como meditando. En paz. Al lado hay una mujer de 102 años. Grita constantemente y no puede hablar. Es muy angustioso. No sé cómo mi abuela puede dormir. Esa mujer merecería una habitación para ella sola. Los vecinos llamaron a la Policía por los gritos y la llevaron al hospital para que la ingresaran. Mi abuela dice que llegando a una edad así, es mejor morirse. “Espero que Dios se acuerde de mí y me lleve antes de estar tan mal”. Ella es muy religiosa. “Lo he heredado de mi madre, que se cansaba ya de tanto rezar, pero vosotros no lo habéis heredado ninguno”. Y nos reímos. Los días que estaba ya más espabilada se ha quejado un poco (tiene su genio) cansada ya de tanto hospital. “Nos levantan a las nueve, ¿tú te crees? Y en todo el día no nos dejan volver a la cama ni para la siesta. Todo el día aquí sentada. Nos tienen como en un cuartel”. Y nos volvemos a reír.


23 febrero 2016

Las #ConversacionesConMiAbuela ahora son distintas. Hay más miradas, más gestos, más silencios. A mi abuela le dio un ictus cerebral y lleva 20 días ingresada en el hospital. Se levantó un día, desayunó, fregó su taza, se hizo la cama y le dio.  Se le ha quedado paralizado el lado izquierdo del cuerpo. El lado derecho sigue con la energía vital de siempre. Puede hablar, pero son frases cortas, concretas. Sigue teniendo la cabeza igual de despierta. Según uno de los doctores, no vale la pena intentar rehabilitación porque está muy mal y es muy mayor. Hemos tenido muchos encontronazos con el funcionamiento sanitario para intentar que la deriven a un hospital de rehabilitación. Ayer pasé la tarde con ella. Valiéndose del lado bueno, hace su gimnasia. “Hay mucho por hacer”, me dice. Se ha atado una cuerdita a la pierna y va tirando de ella para moverla. Es consciente de que el camino es lento. “Este brazo se me ha quedado tonto, no responde, le metería un testerazo”. Pide ayuda para hacer lo que ella no puede. Así que ayer me tuvo toda la tarde haciendo ejercicios para arriba y para abajo con la pierna y el brazo. “Abuela, ¿me vas a tener toda la tarde trabajando como si fuera tu fisio”. Responde: “Sí, ya te pagaré”. Y aunque está ahí tumbada o sentada, aparentemente frágil, dirige la operación y va contando para no perder la cuenta. “7, 8, 9 y 10. Ahora descasamos”. Y cuando te despistas un momento, oyes que ella sigue con su gimnasia como puede. Haciendo ella sola. 24, 25, 26. Madre mía, me canso más yo que ella. “Estás tú pero que yo”, me dice. Ahora toca esperar el traslado a un hospital de rehabilitación en la sierra madrileña, en Cercedilla, porque en la capital, ya sabéis, la sanidad está muy colapsada.

Yo no sé si mi abuela volverá a andar o no. No sé si va a vivir un día más, unos meses más o unos años más. Todo eso da igual. Vale la pena tan sólo ver con qué empeño, constancia,  fuerza de voluntad, confianza, intención y fe hace sus ejercicios con el medio cuerpo que todavía le responde. Eso para el estado de ánimo es importante. Mi abuela ayer, movía la pierna. Poco, pero la movía.


19 abril 2016

El sistema sanitario público de la Comunidad de Madrid no consideró que mi abuela mereciera una plaza en un centro de rehabilitación público tras su ictus. Así que tuvimos que buscar uno privado. El primer día que fui a verla la encontré en un jardín, viendo un nido en un árbol. “Da gusto ver el cielo y estar al aire libre”, me dijo. Claro, llevaba un mes en la cama de un hospital mirando al techo. Ahora cada mañana recibe rehabilitación individual y grupal, con fisioterapeuta profesional. Hace talleres de memoria, me recitó varios refranes y acertijos. Ya habla mucho mejor. Está todo el día sentada en la silla de ruedas, con su ropa, y psicológica y emocionalmente eso hace mucho (mucho más que estar tumbada). Mi abuela siempre ha sido una mujer muy activa, me parece increíble que por tener 96 años impere esta teoría del descarte. Los fisios la han puesto ya varias veces en pie. Yo sé que es difícil que vuelva a andar. Pero simplemente el hecho de estar centrada en intentarlo ya vale la pena. Ayer pasé la tarde con ella, había un grupo musical formado por mayores cantando canciones de su época. Y ahí estábamos mi abuela y yo, en ese jardín, entre el público anciano, viendo un concierto. Recibiendo música en directo. Tampoco quiero idealizar estos centros para ancianos, sé que no es fácil. Como tampoco lo era la vida en el pueblo, pero me quedo con las anécodtas que nos enriquecen. Me contó muchas cosas sobre cómo hacían la matanza en el pueblo. Pero eso os lo cuento otro día, que es muy largo. Y me contó que a mi abuelo una o dos veces al año le regalaban unos trozos pequeños de panales de miel, se lo daba uno del pueblo que trabajaba para un apicultor. Mi abuela lo ponía a deshacerse al calorcito y cuando se enfriaba tenían miel para un día especial, el día de fiesta. Y la echaban sobre los gajos de naranja como postre.


13 de mayo 2016

“Hoy la gimnasia se me ha dado fatal. Pero ayer lo hice todo estupendamente”. Se lo toma muy en serio, es su rehabilitación (privada) diaria en la residencia en la que está desde hace un mes y medio. Dentro de la dureza de la situación, mi abuela recibe visitas a diario, sobre todo de mi tía y mi padre. El resto de la familia vamos de forma más intermitente, pero nunca pasa un día sola. “El otro día tu hermano se fue muy contento porque me vio ponerme en pie, con ayuda claro. Y ayer con tu padre y con tu tía di dos pasos desde la silla”. Pero el brazo izquierdo no da señales de vida. Se pasa el día moviendo los dedos de la mano, que se agarrota a ratos. Habla de su mano como si fuera otro ser. Imagino que es difícil ver cómo una parte de tu cuerpo deja ya de funcionar, pero sigue existiendo, está ahí siempre contigo. “Por la noche cuento de uno a cien, hago diez con cada dedo, pero nada. Luego la sobo mucho hasta que se queda tranquila y ya nos dormimos las dos”. Sabe que con esa mano lo tiene muy difícil. “Todo el trabajo cae en la otra, si yo con poder abrirla un poco me conformaba, sólo una miaja para poder sujetar una servilleta o una aguja”. Es que tiene ganas de coser, ella que siempre está trajinando con la ropa, cambiando de sitio un bolsillo o arreglando un bajo. Dice que el Sol le hace mucho bien a su mano, se queda menos rígida al calor. Así que siempre pide que la pongan junto a la ventana en el comedor. Y le encanta que salgamos al jardín. Luego me ha contado de la época en la que tuvo el pelo largo, larguísimo, hasta la cintura. Yo me acuerdo. Llevaba siempre un moño. “Y un día me fui a la peluquería y digo me lo corto entero. Me lo querían dar, pero digo ¿para qué quiero yo ya ese pelo? Igual lo vendieron, vete tú a saber”. Es increíble la fuerza de voluntad y el trabajo diario que hace mi abuela, dentro de sus posibilidades, y todo lo que nos enseña. “No sabes bien las ganas que tengo ya de echar a andar”. Aprendo con ella, cada rato que paso, el valor de la paciencia. Y la confianza. Independientemente del resultado.


15 junio 2016

Hemos estado charlando a la sombra de la higuera. Dice que ya pronto vienen las brevas. Nos encantan, la verdad, las brevas y los higos. “Por San Blas, higuera plantarás”. (En febrero, vaya). Y dice que estarán para comer por San Pedro, a finales de junio. Ya queda poco. Mi abuela tiene el calendario agrícola recolector en la cabeza según las festividades de los santos. Esto le ha hecho acordarse de un año en el que cayó una granizada que destrozó toda la cosecha. Hace más de medio siglo. “Para la Virgen de Fátima vino un pedrisco que partió las espigas del trigo y la cebada. Nos quedamos sin nada”. No me sitúo temporalmente, le pregunto cuándo es esa virgen. Me responde como un clavo: “El 13 de mayo. Si perdías la cosecha perdías todo el trabajo, no teníamos ya para hacer el pan”. Y yo angustiada: “¡Pero qué horror! ¿Y si pasaba eso qué hacíais? ¿Qué pensábais? ¿Cómo os sentíais?’. Mi abuela se medio sonríe a veces cuando le hago este tipo de preguntas. “Pues nada, qué íbamos hacer, no podías hacer nada, vino el pedrisco y vino, la vida del campo es así. Sólo podías confiar. Pero fíjate tú lo que pasó ese año. Para San Isidro empezó a llover mucho, tanto llovió y tanta calor vino luego que nació de nuevo todo”. Y yo, alucinada, me autoescucho diciendo: “Pero, madre mía, fue como un milagro”. Y mi abuela, pausada como siempre: “La virgen nos lo quitó y San Isidro labrador nos lo devolvió”. Tanta cosecha tuvieron que se quedaron cortos con los atillos (la cuerda que hacían con cáñamo para envolver los haces). Y mi abuelo mandó a mi padre (que era un crío) que volviera a casa a por más porque no daban abasto en el empaque éste manual. Con el trigo hacían pan (que duraba ocho días y “bien bueno no como el pan de ahora que no vale para nada”) y harina. La cebada se la daban a los machos, los yeros para la vaca.. Y luego me ha dicho otra cosa… que resulta que mezclaban la cebada molida con moñigos y eso alimentaba al marrano. “El año que había, que no siempre había marrano”.


22 noviembre 2016

– Abuela, hoy se te ve súper espabilada.

– Tengo días mejores y días peores, esto es así. Venga, vamos a andar un poco. Levantadme. (Está en una silla de ruedas y para sostenerse en pie necesita el apoyo de dos personas. Eso sí, dirige siempre la operación).

– ¿Pero por qué te quedas parada? ¡Echa el pie, abuela!

– Espera, que estoy ensayando.

– Pues será mentalmente. ¿Qué ensayas?

– Vamos de aquí hasta esa puerta y si me canso me traéis la silla para sentarme.

– A la orden. Lo estás haciendo muy bien hoy.

– Ayer la gimnasia me salió muy mal.

– Tienes 96 años, es normal.

– Voy a seguir intentando un poco, pero si no puedo pues ya lo dejo y descanso.

– Me parece bien, tienes derecho a descansar.

– He visto a Alberto en la tele, salió ayer.

– Abuela, mi hermano no ha salido en la tele. ¡Te habrás confundido con otro!

– No me he confundido, lo he visto en la tele. Nos ha gustado mucho, les he dicho a todas que era mi nieto.

– A ver si lo has soñado…

– Ya estamos. Ahora todo o me confundo o lo sueño.

Y nos hemos empezado a reír. Y luego la he llevado en la silla a toda velocidad aprovechando que esos pasillos largos estaban desiertos y no había peligro de atropello. Corriendo, vaya. Qué risa. Y va y me dice: “Estás más tonta que otro poco”. Expresión que siempre ha usado y que nunca entendí bien del todo. Esta escena fue unos días antes de que se cayera de la silla. Otra vez. “¿Cuántas veces me habré caído en mi vida, unas 20 o más?”. Y, aunque le han dado unos cuantos puntos en la cabeza, me dice: “Qué le vamos a hacer. Podría haber sido peor”. 


17 febrero 2017

 “Qué buena cara tienes, abuela”. No sólo se lo digo yo, lo dice mucha gente.

Y ella: “Qué buena cara tengo, qué buena cara tengo… Ya me gustaría a mí que me digan mejor: ‘Qué bien anda usted señora’, no que qué buena cara tengo”.

Y, claro, me tengo que reír. Hace más de un año que le dio el ictus. Un año haciendo su rehabilitación, consiguiendo pequeños avances. Mucho tiempo ya pidiendo que la pongamos en pie, ayudada, para poder dar algún paso. Hay semanas en las que tiene menos energía, descansa, con sensación de estancamiento. Siempre digo que tiene todo el derecho del mundo a rendirse. Imagino que un día lo hará. Pero, por el momento, cuando falta un mes para que cumpla 97 años, creo que a su manera, de esa forma sencilla pero estoica, nos está dando un mensaje importante: “Independientemente del resultado, de si lo logras o no, sigue intentándolo. Levántate cada día y hazlo”. Sin más. Bueno, así lo interpreto yo. Feliz viernes.


4 abril 2017

Mi abuela ha cumplido 97 años. Hemos bromeado con brindar con vino. Dice que una vez (¡una vez!) se chispó un poco. Luego ha recordado cuando mi padre, con 8 años, se chispó un poco también. Le mandaban dos veces al día a la bodega que tenían en la ladera (tipo hobbit) con un jarro a por el vino. “La bodega era como si fuera la nevera, tenía que ir a por el vino a la comida y a la cena”. Pero resulta que ese día mi padre se fue con un primo y entre los dos pensaron que bajarían más rápido con unos sorbitos de vino… “Cuando le vi entrar en casa estaba cantando y diciendo tonterías”. ¿Y qué hiciste, abuela, le regañaste?. “¡Qué le voy a regañar! Me entró la risa. Se quedó dormido enseguida en la cama”. Y nos hemos reído un buen rato. Luego ha contado que el molinero fue el primero que tuvo una máquina de fotos en el pueblo. En aquella época era un acontecimiento. Por ejemplo, si bajabas con el burro por una calle te hacía una foto y luego te la vendía. Resulta que una sobrina de mi abuela que vivía en Madrid, vino con 18 años al pueblo con el primer bañador que por allí se veía. Se fue a bañar al río, le hicieron una foto (en bañador) y se lió la marimorena. “Se montó una bien gorda, fue un escándalo, no se había visto nunca eso”, recuerda mi abuela. Ella nunca ha tenido un bañador. Los chicos se podían meter al río desnudos. Pero ellas como mucho los pies, y vestidas. Se lavaban en el río, eso sí, cuando estaban entre mujeres, solas.


23 abril 2017

Os voy a dejar la receta de los pimientos rellenos riquísimos que siempre ha hecho mi abuela y que ayer le recordé. Se asan pimientos verdes y se rellenan luego con huevo duro y migas de bonito en escabeche (no de lata, escabeche del que se compra a granel). Luego se rebozan en harina y huevo y se fríen. Espectaculares. También nos hacía los fideos de la sopa secos, en una cazuela de barro, increíbles.

– Siempre nos hacías los pimientos, abuela, estaban riquísimos.

– La de veces que los habré hecho. Muchas, muchas. Pero ya no puedo. Son muchos años (97). El abuelo cumpliría 102 años.

– Claro que no, ahora tienes que descansar.

– A ver si para la fiesta vamos al pueblo. Lo malo es la escalera, pero yo creo que con ayuda puedo.

– Podemos intentarlo. Tú lo que quieres es comer asado…

– Bueno, sí, pero si no puedo pues nada. Hay que tomar la vida como venga.


23 agosto de 2017

Gracias por el cariño con el que acogéis siempre las #ConversacionesConMiAbuela. Siempre se lo cuento, aunque no entiende muy bien qué es el Facebook éste. Ahora andamos de nuevo con ingreso hospitalario y sigo asombrada ante su capacidad para reponerse pese a sus 97 años. ¡Jamás pierde el apetito, le pase lo que le pase! Como está con suero y no puede comer, el otro día intentó convencerme para que fuera a por unas ¡sopas de ajo!

– A ver, abuela, los médicos no te van a dar sopas de ajo ni de broma.

– Pues me las traes tú.

– Sí, claro, no te preocupes, ahora entro a la cocina del hospital y me pongo a ello.

– Pues lo haces en casa: pones aceite en la sartén, el ajo (con cuidado que no se te queme), pimentón y ya sabes, el pan y el huevo…

Luego hemos hablado de lo bien que se recupera de cada arrechucho y se ha puesto a enumerar todo lo que no le duele:

– No me duele ni la cabeza, ni la mano, ni el brazo, ni la pierna, ni el pie, oye, no me duele nada…


19 septiembre de 2017

“Nos han quitado las peras”. Me lo dice nada más verme, son unos frutales que tenemos en el pueblo. “Bueno, abuela, las habrá cogido alguien que tendría hambre, ¿o tú nunca lo has hecho?” Y ella contesta decidida: “De pequeña, claro que lo hacíamos, porque no teníamos conocimiento. Pero de mayores eso no se hace. Aún se pueden recoger manzanas hasta octubre. Luego ya, cuando pasa el tiempo de cosecha, lo que queda en el campo es de todos”. Me quedo conforme con su explicación, así que no replico. Luego, hablando de todo un poco, me ha contado que se casó vestida con un traje azul marino que le hizo la modista en Valladolid. Traje falda-chaqueta. Comieron en casa carne guisada. Y al día siguiente a segar. “Era así, no había vacaciones ni nada. Madrugábamos antes del amanecer”. Y se iban con dos burros (muy buenos) al campo, con las herramientas de labranza, la comida y unos botijos con agua. Largas jornadas de trabajo… “Después de comer eso sí, tu abuelo se echaba un rato la siesta donde pillara, en una manta bajo un árbol o donde fuera”. ¿Y tú, abuela, no te echabas la siesta? “Yo según me parecía, a veces sí me echaba un rato también. Algunas tierras estaban muy lejos, volvíamos ya de noche, cenar y a la cama. Y al día siguiente otra vez”.

Y yo, que iba con dolor de espalda por el mal de nuestros días (el ordenador), me ahogo la queja, porque cuando la escucho contar esas cosas, prometo que mis dolores se me evaporan. (Mi abuela está ya en su casa de Moratalaz, donde ha vivido siempre con mi tía. Aunque lo ha intentado, no ha podido volver a andar, pero su cabeza funciona perfectamente).


6 noviembre 2017

-Esta enfermedad es muy traicionera. La salud es un regalo, yo he tenido suerte hasta hace dos años. He estado muy bien. Camina despacio, que nunca sabes hasta dónde vas a llegar. Pero ahora, estoy como una vaga, no puedo hacer nada, ni moverme, ni levantarme, ni ir al baño, ni ir a la compra ni hacer la comida…

-Bueno, abuela, no digas eso, no eres una vaga, has trabajado mucho toda la vida, ahora te toca descansar.

-A mi padre, que trabajaba mucho, una vez le dio un dolor muy fuerte. El médico del pueblo le dijo que era lumbago. Y mi padre se ofendió y le dijo que ni se le ocurriera decirle eso, que vago él no había sido en la vida…

(¡Y, claro, a reírnos con la anécdota!). Resulta que su padre, el ‘abuelo’ Jesús, era pastor. Servía a los ricos del pueblo. Pasó mucha necesidad, como recuerda mi abuela:

– Mi padre iba siempre al concejo, a recoger las mondas de las naranjas que tiraban otros.

– ¿Y qué hacía con ellas?

– Se las comía, con pan.

Y ante eso, me he quedado callada. Mirando en silencio.


17 abril 2018

Hace unas semanas mi abuela cumplió 98 años. Y, claro, todo el mundo le dice lo mismo: “¡Casi un siglo!”. Y ella asiente, pero resignada con el peso de la edad. “Que son muchos años ya”, dice siempre. Un siglo de vida pesa y cansa. Más en su situación. Su cabeza sigue fresca. Reconoció cada llamada de felicitación recibida. Y no sólo eso, me contó la historia de quien llamaba, los familiares lejanos que se murieron, los nombres… Y hasta atinó la edad de varias de sus primas carnales, que ya son mayores también. Para el día de su cumpleaños se le antojó comer unas milhojas, que le gustan mucho. Aunque no puede masticar el hojaldre, disfrutó golosamente de las cucharaditas de merengue. Luego me contó que había tenido un sueño precioso. “Estábamos de verbena en verbena por los pueblos, toda la noche, no veas qué bien nos lo hemos pasado”. Se le iluminan los ojitos con la visualización del sueño, así que pregunto más porque pinta bien la cosa.

– Madre mía, toda la noche de fiesta, ¿y qué hacías?

– Pues bailar. Y comer los pasteles que hacían las mujeres en la plaza.

– Anda! Qué suerte! ¿Me has traído alguno?

– No, no ha quedado ninguno. Estaban riquísimos.

Así que me quedé con las ganas, ni pastel ni milhojas, pero muchas sonrisas. Reconozco que, a veces, en las conversaciones con mi abuela, me muevo en un terreno especial, en el que no siempre distingo qué es lo ‘real’. Como el otro día, cuando mirando fijamente por la ventana, me contó lo que veía. Pero ésa es otra historia…


24 octubre 2018

– Se me olvidan muchas cosas.

– Bueno, abuela, no te preocupes, a mí también se me olvidan.

– Por ejemplo, tengo un recuerdo bonito y luego se me va… y a lo mejor tardo dos o tres días en que me vuelva. Y me enfado si no me acuerdo.

– Jajaja ¿Te enfadas?

– Sí, ¿tú te crees? Se me ha olvidado también el Rosario y la oración que me enseñó mi madre.

– Si no te acuerdas de la oración, pues te puedes inventar tú una, como quieras, a tu manera, que eso también sirve.

– Si ya me inventé una el otro día, ¡pero se me ha olvidado!

(Y, de nuevo, me río, consciente de que estos momentos son un regalo de la vida)


7 febrero 2019

Hemos hablado de mi abuelo. Cuando llegaron a Madrid (dejaron el pueblo porque mi padre y mi tía ya se habían venido a la capital “y qué íbamos a hacer ya nosotros allí, si los hijos estaban aquí”) mi abuelo encontró trabajo en la Estación de Atocha. “Un primo nos dijo que necesitaban un obrero para llevar y traer paquetes y eso hizo durante muchos años, colocar paquetes en los trenes”. No sabemos cómo se llamaba su puesto, pero de campesino y agricultor mi abuelo pasó a colocar paquetes. Y cambió los campos de trigo y cebada por las vías del tren de la ciudad. Me quedé pensando cómo serían para ellos esos primeros días de adaptación a la capital. “Cogía el autobús bien temprano y le dejaba allí mismo en la estación. Y después de la jornada, vuelta a casa”. Y así hasta que se jubiló. No le dió tiempo a disfrutarlo mucho, le vino un cáncer y quiso volver a la casa del pueblo para morir allí (yo tenía cuatro años). Luego mi abuela ha intentado enredarme para que le dé de merienda cosas que no puede comer.

– Dame un poco, que no pasa nada. No se lo decimos a nadie.

– A ver, abuela, que no puedes tragar bien. ¿Si te lo doy y te atragantas qué pasa?

– Pues nada, ¿qué va a pasar? ¿Que me voy para el otro barrio? Si ya tengo edad para irme…

(Risas, claro)

– ¡Pero, abuela, imagínate la bronca que me echarían a mí entonces!

– Pues te defiendes, que sabes.

Ante la evidencia de sus argumentos, cuesta mantener el tipo… #YHastaAquíPodemosContar

 

29 marzo 2019

– Felicidades, abuela. ¿Hoy cumples algún añito, no?

– Gracias, hija. 99 años. Son muchos.

– Sí, unos cuantos. ¡Casi un siglo!

– Muchísimos. No sé qué hago yo ya aquí si no puedo andar, cada vez veo menos, oigo mal…

– Pero tienes un apetito de maravilla.

– Eso sí. Como bien, duermo y por lo menos no tengo dolores.

– ¿Y qué te gustaría de postre para celebrar tu cumpleaños?

– Milhojas.

(Yo ya lo sabía, a mi abuela le encantan las milhojas. Luego, como suele ser habitual, hemos retrocedido al pasado).

– Abuela, ¿en el pueblo cuando eras joven celebrabas los cumpleaños?

– Pues no.

– ¿No hacías nada, ni una tarta ni un pastel?

– No, no se comían tantos dulces como ahora. Hacía las magdalenas que sabes para Santa Ana y bollos y pastas para la Pascua Florida. Chicharronada, pan sobao y poco más.

– Y hojuelas… Nos las has hecho mucho. Riquísimas.

– Ésas antes se hacían para Carnaval. Anda y que no he hecho hojuelas, muchísimas. Pero es muy cansado: hay que hacer la masa y luego estirarla mucho, muy fina, para cortarla y freirlas. Es muy entretenido. Tienes que aprender, yo ya no puedo hacerlas.

 

19 abril 2019

Mi abuela ayer conoció a mi sobrina Emma, su bisnieta. Mi abuela es ahora bisabuela. Fue muy bonito presenciar ese momento: una con 99 años de vida, la otra con 10 días de vida. Hay días en los que mi abuela habla menos, le cuesta. Repitió varias veces: “Qué bonita es, qué guapa esta niña, qué hermosa está”. Hablamos un poco de las nodrizas, que antes en los pueblos era habitual que una mujer amamantara a otros bebés. Emma une generaciones, teje hilos de afectos preciosos. Tiene dos bisabuelas y un bisabuelo, dos abuelas y dos abuelos. Seguimos todos en estado de enajenación de amor total, como drogados, ya me entendéis. Ayer, cuando Emma sonrió (con esa luz en su sonrisa) mi abuela dijo: “Cuando ríen es porque la Virgen les hace fiestas”. Mi abuela tiene estas cosas, de repente te salta con el refranero popular y aprendemos dichos nuevos. Nunca se lo había escuchado. Me encanta esa sabiduría centenaria.

27 de diciembre 2019

– Mira a ver si me traes un poco de jamón.

– ¡Pero abuela, que no puedes comer jamón!

– Tú vete para la cocina a ver…

– Venga vale, pero sólo un trocito finito… Mastica bien, con cuidado ¡y no te lo tragues que no puedes! Sacas el sabor y el jugo y luego lo echas, ¿no?

– Que sí, tú tráelo, leñe.

{Durante un buen rato, lentamente, lo mastica con mucho cuidado, saboreando lo que hay en su boca de una forma única, y luego contraataca de nuevo}

– Vete para la cocina y que te dé un poco más tu tía.

– ¡Pero abuela! ¿Dónde tienes el trozo? ¿Está bueno, no?

– Muy bueno, trae más. Lo tengo ahí, que no me lo he tragado.

(Y así se las ha apañado para acumular en el moflete los restos del jamón una vez extraído el jugo, el sabor y todo lo que sus límites, a sus 99 años, le permiten extraer).

Que exprimáis estos últimos días del año con la misma emoción, entrega y disfrute que mi abuela con su degustación del jamón.

 

31 enero 2020

Ya he contado varias veces que mi abuela es hiper mega friolera. Se pone mil capas y sobre todo para dormir le gusta tener mucho peso encima. Cuando llegué el otro día, yo tenía las manos muy frías y por eso empezamos a hablar del frío.

– Abuela, y antiguamente en el pueblo sí que te congelarías, sin calefacción ni ná… Qué frío.

– Mucho frío, que los inviernos eran más duros.

– Meterte en la cama con las sábanas heladas…

– Calentábamos un ladrillo y luego lo poníamos en la cama para calentar las sábanas. O con arena.

– ¿Arena?

– Sí, se calentaba la arena en la sartén y luego se metía en un taleguillo de tela y se ataba bien.

– ¡Anda! Eso es como los saquitos modernos de ahora que se meten en el microhondas. Y me acuerdo de pequeña las bolsas de agua con las que nos calentabas la cama.

– Pero antes no eran esas bolsas de goma. Lo hacíamos con botellas, de hojalata o de cristal. Pero un día se me abrió una botella y la que se lió…

– ¿Se salió todo el agua!!!? ¿Y qué hiciste?

– ¿Pues qué voy a hacer? Me levanté y me puse a hacer cosas, que ya no se podía estar en la cama. Y cuando se hizo de día saqué el colchón a secarse al sol.

– Madre mía, encima esos colchones de antes, de lana de oveja pura.

– Una vez al año venía el colchonero, abría el colchón y sacaba toda la lana poco a poco y la iba levantando y ahuecando con palos y luego la volvía a meter y cosía el colchón. Tenía buen negocio el colchonero, todo el mundo se lo pedía en el pueblo, iba a todas las casas.

– ¿Y si había algún bicho dentro en la lana? Alguno que tuvieran las ovejas…

– Pues con los palos que daba el colchonero se moriría, digo yo.

 

10 junio 2020

Durante el confinamiento mi abuela ha cumplido 100 años. Un siglo de vida. Sabe del virus y de lo que está pasando, pero como afortunadamente no le interesa ver la tele, no ha estado sometida a la desgastante infoxicación, así que lo ha vivido todo con su calma habitual. Eso es cuidarse de forma saludable: estar en paz interior. Sabe que no hemos podido ir a verla estos meses por las medidas sanitarias y que el virus llegó también a su pueblo, que una prima les ha contado por teléfono. Y que afecta más a los mayores. Mi abuela vive en su casa con mi tía y tres veces al día tiene la ayuda a domicilio de auxiliares de los servicios sociales. Ha habido algún caso de virus en esas auxiliares al inicio de todo esto (están recuperadas) pero, pese al contacto directo, mi abuela y mi tía están muy bien. A mí siempre me ha flipado el sistema inmunológico de mi abuela. Es una mujer fuerte, siempre tuvo buena salud, pocas veces se enfermaba. Lo que la dejó tocada fue el ictus hace unos años. Estuvo ingresada, intentó rehabilitación pero no pudo ser. Es lo que peor lleva, no poder moverse ni ser autónoma. Eso hace que a veces se enfade y esté malhumorada, como es lógico. Pero luego se templa. Soy muy consciente (y ella también) de la naturalidad de la muerte cuando llevas ya un siglo viva. Tengo también asumido que me podría incluso morir yo antes que ella. Quién sabe. Lo que sí sé es que hoy, aquí y ahora, en este instante, me río con ella por lo friolera que es, como ya os he contado varias veces.

– Abuela, estamos en junio… ¿y quieres blusa de manga larga, camiseta interior de tirantes, chaqueta de lana, zapatillas de invierno y la mantita en las piernas?!!!

– Pues claro, ¿es que a ti te sobra mucho?

– ¡Pero si yo estoy en manga corta!

– Tú porque eres joven…

– Me alucina que no sudes ni una gota.

– Calor no hace.

– Es verdad, no hace tanto calor. Voy a ver si te saco una bufandita…

– Pues sí, anda, ponme el pañuelo al cuello, que se nos ha olvidado.

(Durante los siguientes meses nos hemos seguido viendo, como siempre, pero las conversaciones han sido más con los ojos y la mirada que con las palabras. Mi abuela se iba acercando, a su ritmo, al final de su vida física).

14 enero 2021

Mi abuela se fue con las nieves. Murió el pasado sábado 9 de enero con casi 101 años de edad. Murió en su cama, en su casa, tranquila y en paz. Una de esas convulsiones que ha resistido tantas veces con su fortaleza asombrosa esta vez ha sido el último movimiento de su cuerpo. Os lo quiero contar porque a lo largo de estos años siempre que os he compartido mis anécdotas y conversaciones con mi abuela, lo habéis recibido con mucho cariño. La nevada sobre Madrid me hizo visualizar lo que tantas veces ella nos había contado sobre las nevadas en su pueblo, Sacramenia (Segovia). Tener que quitar la nieve amontonada para salir de casa y esas vivencias lejanas que ahora hemos experimentado en primera persona. Pero ahora, por suerte, tenemos Metro y eso nos salvó para poder desplazarnos durante el fin de semana y poder despedirla en su casa. Mi abuela me ha enseñado muchas cosas, entre ellas la serenidad para afrontar las adversidades, su manera de estar en la Vida. Mis palabras de hoy son para ella, pero también me gustaría que sirvan de homenaje para todas las mujeres y hombres de las zonas rurales, del campo, que con sencillez y humildad realizan su trabajo cada día (labrar, sembrar, cosechar, cuidar de los animales) para alimentarnos. Personas que, como mi abuela (y como mi otra abuela y mis abuelos) iban en carro a segar y llevaban botijos de agua para aguantar la jornada. Personas que atesoran un conocimiento y una sabiduría popular que es igual de importante que el resto de conocimientos y saberes, aunque con frecuencia se ha ninguneado y se sigue despreciando. Personas que no necesitan eslóganes o frases efectistas ni discursos ni etiquetas porque lo que las definen son sus actos, sus acciones, su forma de vida, su autenticidad.

La pienso estos días con su intensa actividad antes de que le diera el ictus, cocinando, subiendo y bajando, cambiando los bolsillos de una falda, haciendo jabón, asando en la cocina económica, preparando una manzanilla por si te duele la tripa, reciclando todo (y más), reutilizando todo (y más), disfrutando de sus sopas de pan con leche, soltando un “leñe” con su carácter castellano y explotando en un ataque de risa con las uvas de Nochevieja para hacernos reír hasta dolernos la tripa. Cuidando, cuidándonos, y en su última fase dejándose cuidar.

He podido disfrutar mucho de mi abuela, mucho tiempo, ha sido una suerte. La pienso en esa vibración blanca, bella, silenciosa y transparente que nos ha traído la nieve. Buen viaje, Eustasia. Que nuestras conversaciones continúen (aunque sea en otro formato).

Silvia Melero Abascal, tu nieta.