Estas letras van firmadas, claro. Nacen desde una vivencia personal, única, propia del ser que somos cada uno de nosotros. Al mío le tocó perder a su hermana en 2014. Mi hermana, tras luchar mucho contra un problema de salud mental, decidió irse. Decidió descansar, parar, pasar a otra cosa. Se tomó pastillas. Se ‘quitó la vida’. Se ‘suicidó’. No me gusta la palabra, quizá por todo el tabú social y mediático que la acompaña. Quizá porque simplifica, reduce injustamente la imagen de una persona a ese hecho final. Mi hermana se llamaba, se llama, Esther. Ayudó a muchos peques con dificultades porque trabajó mucho tiempo como psicóloga infantil. A ella le debo entender un poco mejor la complejidad del cerebro humano, entre otras muchas cosas.
Amo la vida profundamente, pero entendí la decisión de mi hermana, la acepté, empaticé mucho con ella en todo su proceso y eso me llevó a hacer un camino radicalmente distinto del esperado. No significa que no haya atravesado el dolor y la tristeza. Significa que me permití tener una vivencia de la muerte desde mi mirada, intentando escapar de ciertas pautas sociales, educativas, religiosas y de todos esos lastres que nos imponen un luto negro (que ya no es tan negro en lo físico, pero sí sigue imperando en las emociones y se manifiesta de inmediato en el sentimiento de culpa).
Yo viví el negro, claro, con el dolor y el desgarro que se te agarra al pecho. Hay un tiempo necesario para “cerrar los ojos y dejarse llover”. El desgaste emocional es muy fuerte. Los días que siguen al shock cuesta levantarse y ponerse en pie cada mañana. Pero conviene estar alerta y no ‘acomodarse’ demasiado en ese estado que te puede atrapar. Enseguida vi que en mi duelo había otros colores. Me los permití. Son todos los tonos que me sacaron de mí para llevarme a otro lugar de la vivencia. En ese lugar caben las lágrimas de tristeza junto a las de alegría, por ejemplo. En ese lugar puedo celebrar la vida y brindarle a mi hermana una sonrisa bailando. Sin negar lo que ha pasado. Sin taparlo, sin mirar hacia otro lado. Sin esconderla a ella ni esconderme yo. Entendiendo que lo que pasó camina de la mano junto a todo lo demás. Y todo lo demás es la vida, lo que sucede a cada instante, lo que tira de ti con una fuerza inmensa. A mí me ayudó mucho la meditación. Y la música. Y las cañas compartidas. Y el periodismo. Y los libros. Y el cine. Y el bosque, el mar, la Luna… Y los nuevos proyectos coloreados de luz que se abrían paso en medio de esa oscuridad.
En esos colores hay también marrones. Como el marrón de encontrarte con imposiciones religiosas en un tanatatorio público (crucifijos, una sola sala común que es una capilla católica, por ejemplo) y pese a todo lograr recuperar al menos un espacio propio para hacer la despedida que ella merecía, para que los seres queridos y cercanos nos adueñemos, desde nuestro criterio, de ese momento importante de decir adiós al cuerpo físico que ya no va a estar más, para poder hacerlo a nuestra manera, como lo hicimos, de una forma bella que nos dio mucha paz.
Mi ideología y mi forma de ver la vida son tan importantes como las creencias religiosas de otras personas. Pero no he sentido que se respete igual. Que yo no siga ninguna religión no significa que no haya desarrollado mi espiritualidad. Es más, la vivencia de la muerte me ha llevado por un camino de comprensión, aprendizaje y crecimiento increíble. Lo he aprendido desde mi experiencia directa, no desde la creencia. Pero la muerte en nuestro país parece que aún es patrimonio de la Iglesia católica y cuesta escapar. En el caso del suicidio, pesa mucho para personas creyentes el sentido del pecado, al considerarse que esa vida no le pertenece a la persona y no puede decidir sobre ella. Hablo, por supuesto, del sector más conservador del catolicismo, de sus jerarquías (que son las que tratan de imponernos a todos su criterio), porque sé bien que en la Iglesia de base hay mucha gente que piensa como yo.
El otro marrón es que me he chocado constantemente con el tabú. La muerte es un tabú peor que el sexo. Y dentro de la muerte el suicidio es el tabú elevado al cuadrado. Es el estigma con el que se quedan los familiares y amigos, a menudo muy perdidos, sin saber cómo procesar todo.