La música fetén y los sonidos que nos enraízan

feten“Nuestra música le gusta tanto al público infantil, que está subestimado, como a los abuelos”. Me lo decía recientemente Diego Galaz cuando le hacía alguna pregunta para un reportaje sobre alternativas y “otras formas de hacer”. Junto a Jorge Arribas se ha embarcado en el proyecto Fetén Fetén. De ellos me habló por primera vez, en una carretera argelina rumbo a los campamentos saharauis, Fernando Íñiguez, director y presentador del programa sobre músicas de raíz Tarataña en Radio 3.

Cuando regresé a Madrid, busqué y escuché. Me sorprendió muy gratamente. Una extraña sensación de felicidad y bienestar invadía mi cuerpo al ritmo de esa música instrumental que no sabría definir. Explican los Fetén Fetén que sus melodías proponen un viaje a través de la música popular y tradicional. Pero es un viaje diferente, nuevo, que recuerda sabores del pasado oxigenados con aires frescos del presente. Violín y acordeón, principalmente, acompañados por el serrucho, el violín trompeta o la mandolina. Suenan (cuando ellos los hacen sonar) y, al segundo, los pies se van sin preguntar. Hay algo mágico y chispeante en esas notas.

Pensaba estos días en la música popular, buscando por Madrid en CD las canciones tradicionales que mi padre (segoviano) y mi madre (cántabra) nos ponían en el coche en esos viajes de verano que nos llevaban hacia Castilla y hacia el Norte. Es que ya no pueden escucharlas porque el casete se ha quedado anticuado. Y no es fácil encontrarlas en los formatos modernos. O, al menos, no hay tanta variedad. Pero rescaté una recopilación del Nuevo Mester de Juglaría, el grupo que hizo esa labor artesanal de recopilar canciones pueblo a pueblo para sacudirles el olvido.

Revivir esas sonoridades me trajo muchos recuerdos de infancia. Enlazo aquí con lo que decía Galaz del público infantil. Mis oídos de niña (y los de mis hermanos) se divertían con esas canciones. En el CD que compré no estaba La mosca y la mora pero sí otras que pude tararear al instante, entre ellas las que relatan la lucha de Los Comuneros. También aquí se me van los pies, que una ha bailado alguna que otra jota en las fiestas del pueblo. Vi la emoción en los ojos de mi padre recuperando su música, recordando que mi abuelo siempre cantaba Los pajaritos (El milagro de San Antonio) cuando segaba: “Salgan cigüeñas con orden, águilas, grullas y garzas, avutardas, gavilanes, lechuzas, mochuelos, grajas. Salgan las urracas, tórtolas, perdices, palomas, gorriones y las codornices”.

Vi a mi madre sonreir cantando la Jota del Que si que. Ella, que tan bien canta las jotas, sobre todo las montañesas, las de su tierra, como La fuente de Cacho. “Tengo la fuerza del viento del Norte y esa bravura que viene del mar”, dice una canción de Los Agüeros. “A correr por esos prados con esa furia animal”, grita otra. Y de nuevo el nudito en la garganta y las lágrimas en los ojos cuando escucho La Santina. Más allá de lo religioso, me parece un homenaje a las mujeres del mundo rural y a su trabajo sin descanso, día y noche. Hay valentía en muchas de esas letras populares, enfrentándose al poder de la Iglesia, del terrateniente y del alcalde de turno.

Cómo es esto de la música, que nos despierta tantas cosas, a veces sin poder racionalizar y entender bien por qué. Con la mirada de hoy, es inevitable sentir ciertas distancias con algunas historias de aquellas canciones populares. Describen modelos sociales con los que hoy no nos identificamos. Pero sí me veo reflejada en muchas de las letras que narran la vida y las luchas del mundo rural, de las gentes campesinas. Se me pone la piel de gallina cuando el Nuevo Mester canta “Desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar, en manos de rey bastardo o de regente falaz”. Da miedo cómo se actualiza todo. Es el Canto de esperanza: “Si las llamas comuneras otra vez crepitarán, cuanto más vieja la yesca más fácil se prenderá. Cuanto más vieja la yesca y más duro el pedernal, si los pinares ardieron aún nos queda el encinar”.

Algunos veranos las vacaciones nos llevaban hacia el Sur. Entonces escuchábamos a Jarcha. Libertad sin ira. “Pero yo sólo he visto gente que sufre y calla, dolor y miedo (…) Pero yo sólo he visto gente muy obediente hasta en la cama. Gente que tan sólo pide vivir su vida, sin más mentiras y en paz”. Otra vez los pelos de punta al recordar eso de “Andaluces de Jaén, aceituneros altivos decidme en el alma quién, quién levantó los olivos, andaluces de Jaén. No los levantó la nada ni el dinero ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor”. La música nos traía los versos de Miguel Hernández. Y nos emocionábamos a edades tempranas.

Estoy mezclando mucho, pero lo que quiero decir es que en las canciones que cantaban nuestros abuelos y abuelas hay una parte de lo que somos: las raíces de las que hemos bebido, los recuerdos que nos nutren, los troncos sobre los que nos edificamos. También estamos hechos de música. Me entristeció comprobar el otro día en la tienda que la parte destinada al folclore, a las historias del mundo rural, a los sonidos de viento, campo y mar, se empequeñece sin que nos demos cuenta. En silencio, como si nada.

No vamos a acabar el post llorando, no. Os dejo con la música de Fetén Fetén: La jota del Wasabi y un video con distintas pinceladas de su disco. Es música para sonreír. Para soñar. Sonidos de ésos que te agarran por dentro, te elevan el alma y te dejan colgando de una nube.