#Confesionesdeverano ‘Cuánta verdad en esta fantasía’

“Una confesión se susurra o se escribe para transformar la vida gracias a una verdad.” Lo que pasa es que no puedo saber si lo que me confesaste tantas veces por escrito, en tantas vidas, es verdad. No puedo saber con rigor dónde está el límite entre lo real y lo ficticio. Porque si era verdad o no ya no es relevante. En cualquiera de los dos casos, tus confesiones desencadenaban algo muy real en mi interior. Mi vida se transformaba en esos momentos en los que confesabas desde un lugar incierto del que no tengo prueba alguna. Y no me importa.

En una de las vidas donde nuestras almas se encontraron tú me mandabas cartas cual Cyrano de Bergerac. Hace ya algunos siglos. Nos aventuramos en un intercambio epistolar exquisito. Confesabas, entonces, por escrito. Ardía al leerlas y mi imaginación se disparaba al contestar. ¿Era real o no el momento en el que me contaste que un duende saltaba revoltoso encima de tu cama? Mientras lo leía, podía verlo perfectamente. Me hacías sonreír. Y mi sonrisa no era mentira. Estaba pasando, así que era verdad.

Luego nos reencontramos en la era del correo electrónico y el WhatsApp. Me escribías todos los días. De hecho, me levantaba envuelta en tus besos virtuales. ¿Cómo puede ser que los sintiera así?

¿Cómo puede ser que tu descripción de una caricia me hiciera temblar? Porque el cuerpo no miente, el cuerpo se confiesa sin miedo, y mi piel se estremecía.

Un día me confesaste que siempre quisiste ser farero y vivir junto al mar. Y la casa se me llenó en ese mismo instante de olas saladas y algas marinas. Podría parecer un exceso de imaginación por mi parte, y así sería si no hubiese sonado el timbre. Mi vecino, asustado por la fuerza del oleaje, quería rescatarme. Tuvimos humedades en el edificio durante un mes, hasta que las arregló el seguro. Costó mucho convencerles, la póliza no cubre asaltos imprevistos de mar. Pero así eran las cosas.

Otro día me contabas que conocías bien el frío extremo en tu piel y la altitud, esos lugares en los que el aire no contiene suficiente oxígeno. Entonces necesité abrigarme corriendo con una manta antes de seguir leyéndote, porque me llené de escalofríos.

Con tus frases me llevabas de la mano por recorridos de poemas, canciones, películas, paisajes. “Ven, anda, fíjate, mira, verás…”. Cada uno de esos paseos fue tan real.

Y con cada intercambio aumentaba mi intriga, mis ganas de conocerte, mi ansiedad. Pero no me atrevía a preguntar. O más bien disimulaba las preguntas y domaba mis prisas para no pasarme de velocidad en la autopista de las interrogaciones, por el miedo a atropellarte. Respondiste un día que estabas en “modo masculino básico”, es decir, que si quería saber algo tendría que preguntarlo de la forma más explícita posible. Como yo estaba en modo “pluscuanfemenino revolucionario hipersoleado”, pregunté y pregunté y pregunté. Pero en el terreno de las confesiones reales no quisiste entrar.

Siempre me han gustado las palabras escritas. Son juguetonas y traviesas. Pero tienen sus limitaciones. Las palabras escritas no tienen olores ni sabores. Tú asegurabas que las palabras que me escribías estaban dispuestas a contarme mucho más de lo que decían sus letras. Yo aprecio que las palabras escritas sean transparentes, de una claridad luminosa, certeras. No me gusta que las palabras cedan a lenguajes cerrados excesivamente codificados que impidan a mis ojos ver lo que esconden detrás. Y así, vida tras vida, nunca te pude ver. Sólo te podía leer.

Así que en esta vida ya no quiero leer más confesiones por escrito. Quiero escucharlas, quiero que me las susurres. Por eso pedí reencarnarme en una mariposa. Para posarme en tu hombro mientras duermes. Para darte un beso con el batir de mis alas sobre tu mejilla. Pero, sobre todo, para escuchar cada noche lo que susurran tus sueños. Porque ahí sí que hay mucha verdad. Cuánta verdad, cuánta realidad, cuántas confesiones… en esta fantasía.

(Relato de Silvia Melero publicado en El Asombrario. Foto: Ignacio Galaz)