El inframundo también existe a pocos kilómetros del centro de Madrid. En La Cañada Real Galiana, el poblado de infraviviendas más grande de Europa, viven 40.000 personas de diversas procedencias. Aquí no hay colegios, ni centros de salud, ni agua corriente y, entre los miles de menores, muchos están sin escolarizar. Las administraciones dan la espalda a esta realidad desalentadora, pero un grupo de voluntarios suple esa indiferencia sembrando un halo de esperanza entre los más pequeños. Es la única vía para romper la espiral de pobreza y marginalidad en la que están atrapados.
El frío helado y húmedo penetra hasta los huesos. Hoy las temperaturas bajo cero no dejan tregua. Varios niños corren descalzos por el barro. No tienen abrigo ni bufanda. ¿Estamos en otro país? ¿En otro continente? No. Este poblado de infraviviendas se encuentra a 15 minutos de la madrileña estación de Atocha. Es La Cañada Real Galiana, donde viven unas 40.000 personas en asentamientos ilegales levantados a lo largo de 15 kilómetros.
La diversidad de origen, culturas, idiomas y etnias dibuja un panorama complejo. Aquí han ido llegando personas procedentes del éxodo rural de los años 60, gitanos españoles, marroquíes, gitanos rumanos, narcotraficantes y drogodependientes. Cada grupo tiene delimitado su territorio y apenas se relacionan entre sí. A los lados de esta cañada de lodo se levantan chabolas, chalés de lujo con piscinas y hasta empresas. Jeringuillas por el suelo, basura y miles de menores de los que nadie tiene datos. Ni la Comunidad de Madrid, ni el Defensor del Menor ni UNICEF saben cuántos niños y niñas viven allí. Tampoco cuántos están sin escolarizar.
Mirar para otro lado. La Cañada Real es una vía pecuaria que se extiende por cinco municipios (Madrid, San Fernando, Getafe, Coslada y Rivas-Vaciamadrid). Como espacio protegido, los terrenos son de la Comunidad de Madrid, que tiene también las competencias en educación. Pero Esperanza Aguirre alega que es un problema de “orden público y ocupación ilegal del terreno”, por lo que es responsabilidad de la Delegación del Gobierno, que no se manifiesta.
Más allá de la ilegalidad de los asentamientos, deberían priorizarse los Derechos Humanos. “Tienen los mismos derechos que todos los ciudadanos, no se trata de hacer caridad”, afirma Billy, uno de los curas vinculados a la parroquia de Santo Domingo de La Calzada. Para él, el trasfondo es el problema general de acceso a la vivienda, que “ha sido un negocio y no un derecho”. Ángel, uno de los voluntarios, es igual de crítico. “Hemos invitado tres veces al Defensor del Menor; aún no ha venido. Un Madrid que se postula para ser olímpico y que dice ser La suma de todos no puede permitirse esto”.
Sin apoyo oficial, los vecinos intentan resolver problemas comunes de alcantarillado, recogida de basuras, acceso al transporte público y construcción de letrinas y parques infantiles. Como ellos dicen, “Se hace Cañada al andar”.
Estado ausente. En el interior de la infravivienda de Luisa, una gitana española, el fuego de una hoguera trae algo de calor para combatir esta insólita semana de nieve en Madrid. Estamos en lo que llaman La Cañada profunda, donde la situación está aún más degradada. –¿De qué vivís, Luisa? –“Mi marido vende chatarra, pero está muy mal la cosa”. El kilo de chatarra se paga a 0,02 céntimos. Para sacar 20 euros al día necesitan vender mil kilos. Y para mover esa cantidad son necesarias cuatro personas, a las que hay que pagar. Si le restamos los gastos de gasolina, echen cuentas. ¿Y tus hijos, no han ido al colegio? “Hace mucho frío, están malos. ¡Cómo los voy a mandar, para que lleguen helados y sucios de barro”. No le falta razón. Desde aquí los niños tienen que andar casi un kilómetro y medio por un camino de fango, charcos y cables tirados hasta llegar al autobús que les recoge en la carretera.
En medio de esta situación desoladora de miseria y ausencia total del Estado es difícil creer en el cambio. Pero hace cinco años, la ermita de Santo Domingo de La Calzada resurgió, literalmente, entre la basura, para convertirse en el único punto de apoyo. En torno a la parroquia se ha creado un grupo de voluntarios que atienden, en la medida de sus posibilidades, a la población: desde llevar a un niño al hospital hasta acompañar a inmigrantes en la gestión de papeles, pasando por el reparto de comida o ropa.
“Más vale encender una vela, que maldecir la oscuridad”, dice Paco, uno de los voluntarios. Tienen muy claro que no deben suplantar las responsabilidades de la Administración y por eso han desarrollado un trabajo de denuncia y presión. “Esto es una vergüenza y una indecencia. En nuestras manos está que se convierta en un espacio humanizado y dignificado, hay recursos para conseguirlo, pero las autoridades competentes no tienen voluntad de hacerlo”. El que habla de forma tan contundente es Agustín, uno de los párrocos. Su implicación en La Cañada salta a la vista: allá por donde va, alguien le saluda. Como María, una gitana rumana de 33 años que tiene siete hijos y vive en El Gallinero. Aunque parezca surrealista, el AVE pasa por aquí.
María está algo esquiva, es lógico. “¿Para qué salir en la revista, para qué hacer fotos? ¿Eso me va a dar comida o ropa?”. Dice que los únicos que ayudan son los de la parroquia. Ayer le trajeron un kilo de carne, leche y patatas. También cuenta que en Rumanía la situación está muy mal. Viendo las dos camas en las que duermen los nueve miembros de esta familia, cobijados por el techo de chapa y madera, cuesta imaginarlo. –¿Peor que esto? –“Sí, aquí por lo menos podemos coger ropa de la basura”.
Unos metros más allá está la chabola de Verónica. Cinco hijos. Hoy preparan un cerdo desmenuzado en un barreño. Mejor no preguntar de dónde ha salido. Cuando la necesidad aprieta, a veces los pequeños hurtos y la mendicidad son las únicas formas de subsistir. Tampoco sus hijos han ido al colegio. Macarena, de Cáritas, intenta convencerla. “Verónica, si no hay fiebre, aunque tengan mocos y tos, hay que mandarlos al colegio”. Muchos de estos niños no saben leer ni escribir y apenas hablan español. A Bianca (11 años) no le gusta el cole. “No quiero ir, mejor en Rumanía”. ¿Y qué quieres? “Tener una casa grande”. Cerca hay una fuente en la que llenan garrafones con un agua que corta la respiración. “¿Quién puede lavarse en esas condiciones a las siete de la mañana para ir aseado al colegio o a buscar trabajo? Yo no lo haría”, se pregunta Agustín.
Por allí pasa Marian, un rumano alto y fuerte al que se le nota el desánimo en la cara. “Necesito un trabajo, lo que sea, me da igual”. ¿Tienes hijos? “Siete, espero que tengan una vida mejor que la mía”. Antes de irse pide otra cosa más: piedras en el camino para que los niños no se embarren. Parece que será la comunidad parroquial la encargada de llevar a cabo hasta las obras públicas. Lo cierto es que su labor de presión ha dado resultados. Pusieron una consulta en la parroquia con un médico voluntario. Después, la Comunidad de Madrid reaccionó y puso un servicio sanitario que atiende sólo en El Gallinero. La parroquia denunció que los camiones de basura mataban niños al dirigirse a Valdemingómez. Han dejado de pasar. Y cuando en 2005 la situación se empezó a deteriorar tras el desmantelamiento de otros hipermercados de droga como Las Barranquillas, los voluntarios también levantaron su voz.
Ahora el negocio se ha concentrado en La Cañada y no es de extrañar que la delincuencia, algún que otro secuestro y el tráfico de armas estén presentes. Hace seis meses la Agencia Antidroga ha puesto un bus de metadona. Muy cerca hay gente colocada, se pinchan alrededor de una hoguera que anuncia un punto de venta. Muchos vecinos se están marchando empujados por el avance imparable de este veneno. Pero no Catalina (86 años), que vive sola. Dejó su pueblo de Segovia hace cuatro décadas y se vino con su marido para trabajar en una granja de pollos. ¿Usted no tiene miedo? “No, dicen que nos van a realojar pero no me lo creo. Yo estoy bien aquí”.
Educación para romper el círculo. Es la población infantil la que más sufre este ambiente tan duro. Desde la parroquia se organizan actividades que les saquen de esa realidad, pero, sobre todo, se apuesta por la escolarización: el único camino para que tengan una mínima posibilidad de romper el círculo vicioso de la exclusión. No se trata sólo de aprender matemáticas o historia. La escuela también es un espacio para relacionarse y adquirir habilidades sociales. Pero la integración sólo será plena con una intervención social global. “Primero que se puedan bañar, que tengan ropa limpia y que desayunen. A partir de ahí, podremos avanzar”, señala Paco. “¿Cómo van a integrarse si no pueden pagarse las excursiones del colegio?”. De nuevo, la parroquia se hace cargo de cubrir esos gastos para que ningún niño quede marginado. Además, es importante trabajar desde el contexto social de cada uno. Agustín recuerda el caso de un niño que en el colegio orinaba fuera del inodoro. “Pensábamos que era aposta. Resulta que nunca había visto un váter y lo hacía por no manchar. Hay que intentar entender otras realidades y circunstancias para que los procesos de integración funcionen”.
Hay signos esperanzadores. Como que sólo en Rivas se ha logrado escolarizar a 600 niños de La Cañada. O como el proyecto Nido que está iniciando María José, de inserción de menores y búsqueda de alternativas económicas para las mujeres. El analfabetismo y la poca cualificación profesional les dificulta acceder a un trabajo. “A los 14 años las mujeres rumanas empiezan a tener hijos, no pueden ir a la escuela. Los cambios culturales son lentos, pero se pueden conseguir mediante la intervención social, no con la acción policial ni derribando chabolas”, asegura. Para Paco, esos cambios ya se están produciendo. “Lo estamos haciendo en el día a día. Cada vez que un toxicómano viene a la parroquia, se sienta y se hecha a llorar, ya hemos cambiado su realidad porque ha encontrado una puerta abierta”.
Otras cañadas reales
La población infantil de La Cañada Real Galiana no sufre problemas de desnutrición, pero sí de malnutrición por una dieta desequilibrada. En el mundo, existen otras Cañadas Reales, como las Favelas de Brasil o los arrabales de la India, donde la pobreza y el hambre se dan la mano. Conviene recordarlo especialmetne este mes de febrero, en que se celebra, desde hace cincuenta años, la Campaña contra el Hambre. En el mundo, más de 900 millones de personas no tienen garantizado su derecho a la alimentación.