Tortura policial. Impunidad. Silencio.

CiutatMortaPatriAl fin he visto el documental Ciutat Morta. Cuenta algo extremadamente grave. No se entiende que este tema no haya abierto Telediarios, informativos y portadas. Bueno, sí se entiende conociendo el panorama mediático servil y antiperiodístico de nuestro país.

Hace un año y medio 800 personas ocuparon un cine abandonado en Barcelona para poder proyectar el documental. Le pusieron al edificio el nombre de una chica que se había suicidado dos años antes: Patricia Heras. Ella fue detenida por sus “pintas” junto a un amigo. Los dos acabaron en la cárcel sin haber hecho nada. Al igual que otros tres jóvenes ‘sudacas de mierda’ (como les gritaban los policías torturadores en comisaría), estuvieron privados de libertad durante dos años. Pasaban por allí y se les cruzó la porra policial. El mecanismo podrido de la justicia y la complicidad política del alcalde de Barcelona, Joan Clos, y su concejal de seguridad, Jordi Hereu, les acabaron de rematar.

Todo esto tiene que ver con un espeluznante caso de corrupción política y policial. Tiene que ver con los casos de torturas que, por desgracia, se producen de forma sistemática como han denunciado diversas organizaciones, entre ellas Amnistía Internacional. Racismo, mentiras, manipulación, obstrucción a la justicia, pruebas falsas, violaciones de derechos humanos… Impunidad policial.

Pero tiene que ver también con las estrategias de desmovilización ciudadana y la construcción mediática de ‘enemigos’ que permite criminalizar las luchas sociales y justificar abusos propios de dictaduras. Como explica en el documental Manuel Delgado, profesor de Antropología Social en la Universidad de Barcelona, el problema es que dentro de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no se ha depurado aún la herencia franquista. Y dentro del poder judicial tampoco. Luego retomo esto, vamos a los hechos concretos.

Recojo el resumen que aparece en la propia web del documental:

“La noche del 4 de febrero de 2006 terminó con una carga policial en el centro de Barcelona. Fue en los alrededores de un antiguo teatro okupado en el que se estaba celebrando una fiesta. Entre los golpes de porra, empezaron a caer objetos desde la azotea de la casa okupada. Según relató por radio el alcalde de Barcelona pocas horas después, uno de los policías, que iba sin casco, quedó en coma por el impacto de una maceta. Las detenciones que vinieron inmediatamente después del trágico incidente nos relatan la crónica de una venganza.Tres jóvenes detenidos, de origen sudamericano, son gravemente torturados y privados de libertad durante dos años, a la espera de un juicio en el que poco importaba quién había hecho qué.

Poco importaba que el objeto que hirió al policía hubiera sido tirado desde una azotea mientras que los detenidos estaban a pie de calle. Otros dos detenidos aquella noche —Patricia y Alfredo— ni siquiera estaban presentes en el lugar de los hechos: fueron detenidos en un hospital cercano y hallados sospechosos por su forma de vestir. Poco importaba si había pruebas o evidencias que exculpaban a todos los acusados. En aquel juicio no se estaban juzgando a individuos sino a todo un colectivo. Se trataba de un enemigo genérico construido por la prensa y los políticos de la Barcelona modélica. Barcelona, la ciudad que acababa de estrenar su llamada “ordenanza de civismo”, una ley higienista, marco legal perfecto para los planes de gentrificación de algunos barrios céntricos, destinados al turismo. Los chicos detenidos aquella noche eran cabezas de turco que encajaban perfectamente, por su estética, con la imagen del disidente antisistema: el enemigo interno que la ciudad modélica había ido generando aquellos últimos tiempos.

Años después, dos policías son condenados a inhabilitación y penas de prisión de más de 2 años por haber torturado a un chico negro. La sentencia demuestra que los agentes mienten y manipulan pruebas durante el juicio. Para encubrir las torturas, acusan al joven de ser traficante de drogas, pero el juez descubre un montaje: el chico negro es en realidad, hijo de un diplomático: el embajador de Trinidad y Tobago en Noruega. Estos agentes resultan ser los mismos que habían torturado a los jóvenes detenidos aquella noche del 4 de febrero de 2006 y algunos de los testigos que declararon en su contra durante el juicio. El mismo modus operandi en ambos casos. La única diferencia: el origen social de las víctimas. La enésima historia de impunidad policial, acompañada por buenas dosis de racismo, clasismo y la vulneración de derechos fundamentales, todo ello amparado por un sistema judicial heredero del régimen franquista y unos políticos obsesionados con el negocio inmobiliario que brinda la Marca Barcelona a costa de sus ciudadanos.

Patricia es una joven estudiante de literatura, extremadamente sensible, que esconde sus inseguridades detrás de una estética excéntrica, alimentada por la cultura queer con la que se identifica. La experiencia que le atraviesa a partir de aquella mañana del 4 de febrero de 2006, cuando es detenida junto con su amigo Alfredo en un hospital, da un giro radical a su vida. Dos años de angustia a la espera del juicio, agotando todos los ahorros de su vida para pagar abogados. Tres años de condena en la cárcel. Patricia se suicida durante una salida de la cárcel, en abril del 2011. Esta película pretende ser un homenaje a ella”.

Estremece, y mucho, ver las dos horas de este trabajo de investigación que han hecho Xapo Ortega y Xavier Artigas (Metromuser) en colaboración con el semanario La Directa y la Comisión Audiovisual del 15M en Barcelona. Tras muchos silencios y censuras (pese a ser un documental premiado en varios festivales), parece que la presión popular ha hecho que TV3 se vea obligada a emitirlo en Cataluña.

Una de las cosas que más me han impactado del documental es la falta de garantías y confianza en el sistema judicial que van experimentando los detenidos a medida que avanza el proceso. Uno de ellos, Rodrigo Lanza, explica que se sentía aliviado cuando, después de los golpes y torturas, le llevan al hospital por la gravedad de las lesiones. Pensaba que por fin alguien se daría cuenta de lo que le estaba pasando. El médico ni le mira a los ojos. El policía está presente. Otro de los torturados cuenta cómo a pesar de que el profesional médico indica que es necesario operar la mano, el policía ordena que le escayolen porque se tienen que ir y el médico obedece.

Posteriormente, cuando tiene que prestar declaración ante la jueza instructora, Carmen García Martínez, a Rodrigo le pasa igual. Pensaba que por fin podría contar lo que le estaba sucediendo, pero a la jueza no le interesa nada de lo que él tiene que decir. Porque ya tiene la versión policial. “Aunque vengan mil más como usted, yo voy a creer a la Policía”.

El abogado Gonzalo Boye también interviene en el documental: “En ese juicio todos sabíamos que los policías estaban mintiendo. Y cuando digo todos, me refiero a todos los que llevábamos toga”. Imaginemos lo que va a pasar en este país con la Ley Mordaza, la ley de “inseguridad” ciudadana, la ley que prioriza la palabra de un policía ante la de un ciudadano, la ley que impide grabar o fotografiar a los polis cuando cometen abusos. La indefensión ciudadana ante el abuso policial es brutal. Escribí en este blog hace tiempo sobre el tema.

Tenemos un ejemplo reciente. Hace unos días la Audiencia Nacional condenaba al activista vallecano Alfonso Fernández a cuatro años de prisión porque, según la versión policial, portaba en su mochila material explosivo el día de la huelga general del 14 de noviembre de 2012. Algo que él ha negado. Pese a las contradicciones en las versiones policiales y pese a que no hay ninguna prueba (las declaraciones de la Policía son la única prueba), Alfon irá a la cárcel. Aunque numerosos colectivos sociales han denunciado este caso y pedido la libertad de Alfon, no trasciende mucho más. Ya se sabe: “Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista…”. Y cuando vinieron a por mí ya era tarde.

En el caso que narra Ciutat Morta, el silencio está relacionado con esa idea de “vinieron a por los otros”. Los “otros” son inmigrantes o jóvenes con “pinta” de antisistema. Y si se los ha llevado la Policía, “por algo será”.

Hace poco vi también el polémico documental Asier ETA biok de Aitor Merino. El actor habla del conflicto político vasco con una naturalidad y frescura inusual. Plantea cuestiones que nunca se han querido abordar en este país. Y relata lo que le pasó a él mismo, cuenta el episodio de violencia policial que sufrió en su propio cuerpo sin que mediara una palabra, sin entender nada de lo que estaba sucediendo cuando fue detenido “por error”.

Recuerdo la primera vez que me hablaron, en persona, de las torturas policiales en el País Vasco. Yo era estudiante de periodismo y hacía prácticas un verano en el diario Alerta de Cantabria. Buena parte de mis compañeros eran vascos, cántabros y navarros. Estudiantes de periodismo, como yo. Y contaban historias cercanas, de amigos o familiares que habían participado en una manifestación y habían acabado en un calabozo golpeados. No eran terroristas. Después del “susto” o el “aviso” fueron liberados. Pero la imagen que yo recibía en los grandes medios era que cualquier persona independentista que se manifestara en el País Vasco era peligrosa, violenta, etarra. Una técnica muy utilizada para desacreditar, también últimamente, aunque ETA ya no existe. Lo hemos visto con Ada Colau llamada filoetarra e incluso con Pablo Iglesias.

Es habitual encontrarse con muros de piedra cada vez que se intenta hablar del tema de las torturas en las cárceles o comisarías. Es como si eso no existiera o, más bien, se trata de no querer verlo con esa idea de “si no lo nombramos, no existe”. En el caso del País Vasco, más difícil aún, porque hablar de ello te convertía poco más o menos en simpatizante de ETA. Así que sólo se podía hablar del terrorismo de ETA. Bien, de eso ya hablaban todos los medios, y así debía ser por la importancia que tenía. Pero yo me preguntaba qué pasaba con esa otra realidad oculta de terrorismo de Estado consentido por los poderes públicos, pagado con el dinero de nuestros impuestos.

Los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIES) son otro ejemplo de la vulneración sistemática de derechos humanos. Hice un reportaje en la revista 21 sobre estos agujeros negros de nuestro Estado de Derecho. Las denuncias por abusos policiales, malos tratos y vejaciones son numerosas. Víctor, que llegó a España desde Camerún, me contaba cómo la Policía le golpeó en una sala del aeropuerto de Barajas. De nuevo, las organizaciones de defensa de los derechos humanos con las que hablé confirmaban que el caso de Víctor no era un caso aislado.

Es muy grave que un sistema político y judicial no sólo consienta sino que impida que se investigue y se condene a los responsables. Que ponga trabas, que perpetúe la impunidad. Eso no pasa en una democracia. Eso pasa en sistemas dictatoriales. Eso pasa cuando la casta franquista sigue estando en las instituciones. Sienten desprecio hacia la ciudadanía y hacia la libertad, por tanto van a seguir haciendo todo lo posible por frenar cualquier intento de cambio. Lo que pasa es que el cambio ya se nos viene, quieran o no.

Habrá que estar alerta. Habrá que mirar (y querer ver), oír (y querer escuchar). Pero sobre todo, habrá que querer contar, denunciar, visibilizar. Y eso es lo que han hecho los realizadores de Ciutat Morta. Informar de lo que nadie quiere hablar.