Las conversaciones con mi abuela ahora son distintas. Hay más miradas, más gestos, más silencios. A mi abuela le dio un ictus cerebral y lleva 20 días ingresada en el hospital. Se levantó un día, desayunó, fregó su taza, se hizo la cama y de pronto se mareó. Se le ha quedado paralizado el lado izquierdo del cuerpo. El lado derecho sigue con la energía vital de siempre. Puede hablar, pero son frases cortas, concretas. Sigue teniendo la cabeza igual de despierta. Teniendo en cuenta que en marzo cumplirá 96 años si todo va bien, es alucinante su claridad mental. Según uno de los doctores, no vale la pena intentar rehabilitación porque está ya muy mal y es muy mayor. Es decir, no vale la pena intentar que el tiempo que siga aquí tenga una vida un poco más digna.
Pero resulta que mi abuela ha tenido también una doctora mágica que desde el primer momento ha creído en ella, en su fuerza de voluntad. “Eustasia, vamos a hacer todo lo posible por ayudarte. Y si la rehabilitación no funciona, nos inventamos otra cosa”. Qué importante que crean en ti, porque esa mirada externa puede dar fuerza o puede hundir. Esa doctora ha convencido al que tenía que firmar para que deriven a mi abuela a un hospital de rehabilitación. Ayer pasé la tarde con ella. Valiéndose del lado bueno, hace su gimnasia. “Esto va muy despacio. Hay mucho trabajo por hacer”, me dice. Se pone una cuerdita en la pierna y va tirando de ella para moverla. Es consciente de que el camino es lento. “Este brazo se me ha quedado tonto, no responde, le metería un testerazo”. Pide ayuda para hacer lo que ella no puede. Así que ayer me tuvo haciendo ejercicios para arriba y para abajo con la pierna y el brazo. “Abuela, ¿me vas a tener toda la tarde trabajando como si fuera tu fisio”. Responde: “Sí, ya te pagaré”. Y aunque está ahí tumbada o sentada, aparentemente frágil, dirige la operación y va contando cada ejercicio para no perder la cuenta. “7, 8, 9 y 10. Ahora descasamos”. Y cuando te despistas un momento, oyes que ella sigue con su gimnasia como puede. Ella sola. “24, 25, 26”. Madre mía, hasta yo me canso más. “Estás tú peor que yo”, me dice.
Ahora toca esperar el traslado a un hospital de rehabilitación en la sierra madrileña, en Cercedilla, cuando se quede una plaza libre, porque en la capital, ya sabéis, la sanidad está muy colapsada. Es gracias a esa doctora mágica que puede optar a esa plaza. Porque antes nos dijeron que no daba el perfil, que quizá mejor irse a un centro privado. ¿Mi abuela con un ictus cerebral, 95 años y una pensión de 600 euros no da el perfil? ¿Y entonces? ¿Quién lo da? Me parece ofensivo, diría insultante, que un profesional de un hospital público sagrado de nuestra sagrada sanidad pública (debería llamarse ya Santa Sanidad Pública, intocable) se atreva siquiera a sugerir a alguien que se vaya a un centro privado. El personal sanitario del hospital habla constantemente de los recortes, de las dificultades que tienen, están cansados, quemados, pero ponen por encima de todo al paciente (creo que la mayoría lo hacen) y son quienes humanizan la atención sanitaria. “A los de arriba, los que mandan, los que hacen las cuentas, los enfermos no les importan, son sólo un número, y menos los mayores, que no son rentables”, me decía una enfermera.
Yo no sé si mi abuela volverá a andar o no. No sé si va a vivir un día más, unos meses más o unos años más. Todo eso da igual. Vale la pena tan sólo ver con qué empeño, constancia, fuerza de voluntad, confianza, intención y fe hace sus ejercicios con el medio cuerpo que todavía le responde.
Mi abuela ayer movía la pierna paralizada. Poco, pero la movía. Tendría derecho a rendirse y a descansar ya. Pero si quiere intentarlo, el deber de un Estado que se supone que garantiza el derecho de acceso a la sanidad es cubrir todas sus necesidades, darle toda la atención médica, sanitaria, social o emocional que necesite. Con su pierna, su brazo y su voluntad no se regatea ni se especula.
Ni con la de mi abuela ni con la de ninguna persona.