María Parra: el piano como detector de mentiras

Se le cruzó el piano de niña y desde entonces superó una carrera de obstáculos para ser pianista. Nacida en Soria, se trasladó pronto a Cataluña y en la actualidad vive entre Madrid y Tarragona. María Parra es concertista e intérprete de repertorio clásico, pero también compositora, directora del Bouquet Festival y senadora honorífica en Tarragona. Ha impartido masterclasses de música española en España y en Alemania y tocado en varios países europeos. Charlamos con ella sobre su trabajo, las dificultades de su carrera, la importancia de luchar por los sueños, sus referentes de mujeres pianistas y la capacidad de la música para cuidar el alma de quien la escucha. Este fin de semana actúa en Madrid dentro de la programación ‘Clásicos en Verano’.

 ¿Le influyen también al piano estos calores del verano?

¡Y tanto que le afecta! Es madera, por lo tanto la humedad o el calor hace que se contraiga o se dilate, y por eso la afinación sufre, porque las cuerdas están muy tensadas entre pivotes de hierro, vamos a explicarlo así más o menos, pero el sustento es madera. Hay grandes dramas de desafinación en épocas de cambio brusco de temperatura. A mí me gusta mucho tocarlo ya en septiembre, con la vuelta al cole, es una época que me encanta, ya no hace tanto calor, todavía hay luz y los dedos aún no se te ponen tiesos con el frío (que también influye para tocar bien).

Estamos ante un ser muy vivo, entonces…

Sí, totalmente, y tiene su alma. Realmente todos los instrumentos tienen su alma.

Tu idilio con el piano empieza desde muy pequeña. ¿Cómo fue?

En varias fases. Primero cuando era muy cría, casi bebé, me crie escuchando música clásica porque mi padre era artista y la ponía todo el día. Él, que venía del medio rural, de La Mancha, y no tenía referentes culturales, sólo el campo, descubrió que tenía talento para pintar y a los 17 años pidió irse a Valencia a estudiar. En su descubrimiento del mundo y coherente con su pulsión de artista quiso empaparse de todo y descubrió la música, la pintura, la literatura… Devoraba todo. Cuando conoció a mi madre, crecieron en ese ansia de cultivarse y cuando yo nací el hilo musical ya estaba. Desde pequeña me gustaba bailar, tararear.

¿Qué colores le dan forma a esos primeros recuerdos musicales que tienes?

Están compuestos de muchos retazos, Beethoven, Brahms, Vivaldi, Mozart, conciertos para piano… Todo eso me predispuso. Primero a los seis años empecé a aprender danza, se me daba bien

Y entonces pasó algo en una habitación misteriosa en casa de tu abuela…

(Risas). Sí, a los siete años, un verano en casa de mi abuela miré por la cerradura de una puerta y vi en una habitación cerrada un instrumento enorme de madera con dos candelabros y le pedí que por favor me dejara entrar. Éramos 15 primos y ella no quería dejarme entrar porque entonces tendrían que entrar todos. Pero tanto insistí que me abrió la puerta. Aquello fue para mí una sensación sagrada. Recuerdo el olor a humedad, polvo, viejo, madera… Lo sentí como un altar en ese momento, me sobrecogí. Abrí la tapa y vi un piano con teclas desconchadas, era de los antiguos con su ébano y su marfil; hoy en día ya no se recubren las teclas de marfil porque es una aberración, pero antes se hacía. Yo iba sacando de oído canciones, tocaba con un dedo, me inventaba otras, se me pasaban la horas. Al final del verano le dije a mi madre que quería aprender a tocar el piano y me apuntó al conservatorio.

Tuviste hasta un profesor que se quedaba dormido mientras daba clase…

Tengo que reconocer que mis inicios con el piano fueron penosos, cualquiera hubiera abandonado. Tenía un profesor que lo habían jubilado y como se aburría en casa pidió volver y que le dejaran dar clase (sin cobrar) a los pequeños, los que empezaban. Yo salía del colegio y me iba a clase, y este señor con el sopor de la siesta daba cabezadas y lo que hacía era ponerse un reloj como de esos de cocina para que a los 20 minutos le despertara mientras nosotros tocábamos. Aprendí por ciencia infusa. (Risas). Así estuve cuatro cursos. Al pasar de grado, por tribunal, ahí me di el golpe.

¿Pesa mucho la cuestión de la técnica?

Son artes con mucha disciplina, mucho rigor. Hay que tener la técnica para que fluya la música y suene como algo orgánico, como respirar o hablar. Para eso hace falta un sustrato de trabajo muy concienzudo, porque hasta te puedes lesionar, es algo muy físico. Yo en esa edad no tenía ni idea de todo esto, iba a clase curso tras curso y tocaba. Lo que pasó es que en ese examen, cuando me suspendieron, una profesora dijo que tenía mucha musicalidad y me preguntó con quién estudiaba. Tuve la sensación de pérdida de tiempo durante esos años. Notaba que no encajaba: si la música era mi refugio, se me desmoronó todo. Me costó mucho recuperar autoestima, credibilidad. Esa profesora me empezó a enseñar, pero fueron otros cuatro años también muy duros.

Qué importante el papel de quienes enseñan a la hora de motivar o desmotivar…

Hay mucha gente que tira la toalla en el camino. Yo me fui del conservatorio diciendo “aquí no vuelvo nunca más”. Hundida en la miseria, mi madre, que era profesora, me dijo que en su escuela habían puesto una batería, un piano eléctrico; empecé a ir, conocí a gente que tocaba jazz, otro estilo, yo ya tenía 16 años, me sentía liberada y me fui luego a Barcelona a estudiar.

¿Y cómo se te cruza París?

Por fin años después, a los 26 años, encontré a una profesora que fue la que me hizo recuperar todo lo perdido, pero daba clase en París. Así que me iba desde Tarragona a París para dar clase con ella, y así estuve tres años. Y seguí mi formación de forma muy libre. Hasta que un día un tribunal académico aplaudió y me puso una matrícula de honor. Fue uno de los días más felices de mi vida, el camino no fue fácil.

De hecho, una de las piezas que has compuesto está dedicada a París… Y otra a Paco de Lucía.

Componer mis propias piezas, improvisar, me hace juguetear con la música y me ha hecho ganar confianza. Para mí son como piececitas mágicas. La de París era homenaje obligado a la ciudad de la luz. Se llama Il pleut sur Paris por tantas tardes de lluvia allí pero feliz porque iba a aprender, por ser el lugar donde tomé conciencia de que podía ser pianista de verdad. Cogía el tren en Barcelona, pasaba el día allí, iba a clase, pateaba y me volvía. Y con esa otra composición de aires flamencos (Miradas al Sur) tengo una historia muy especial, porque esa noche, cuando acabé la pieza, soñé con Paco de Lucía, nunca me había pasado, y al día siguiente vi en las noticias que había muerto. Fue muy impactante para mí. Así que obviamente esa pieza está dedicada a él. De pequeña formaba parte de mi hilo musical en casa.

¿Cuáles son las mujeres pianistas que son para ti referentes?

Mi primer referente es Clara Schumann; nací el mismo día que ella y además mi hermana se llama Clara por ella. Fue la mujer de Robert Schumann, uno de los grandes compositores del romanticismo alemán, pero es que ella fue la gran intérprete. Su padre, muy severo, es cierto que apostó por ella e impulsó su carrera como concertista viendo su talento, pero cuando se casó, la historia la quitó del medio y brilló su marido. Ella se encargó de los ocho hijos que tuvieron y es cuando muere Robert cuando retoma su carrera y empieza a brillar. Es una de las grandes pianistas que ha dado la humanidad. También gran compositora, aunque no le daba importancia a sus composiciones. Otras referentes para mí son Martha Argerich, a quien le compuse un tango, y Alicia de Larrocha. Y más recientes, Yuja Wang. Y me gustaría citar a un pianista con gran sensibilidad femenina, como Nelson Freire, gran humanista.

¿Tú también has vivido la dificultad de ser pianista y criar a dos hijas?

Compaginar el darle impulso a tu proyecto profesional y criar a mis dos hijas ha supuesto también un recorrido difícil. Nunca dejé el piano durante la crianza, pero no tuve el apoyo que esperaba. Hice un máster de música española con Alicia de Larrocha, fue algo maravilloso. Me separé del padre de mis hijas, hice mi recorrido, se me cayó la venda al tomar conciencia del mundo machista en el que estamos (en lo familiar, lo profesional, en todos los niveles). Hoy mis hijas son mayores ya y he intentado inculcarles que confíen en sus capacidades, que sigan su deseo con fortaleza, que crean en sí mismas.

¿Es un mundo muy competitivo el de la música clásica?

Como en todo, cuanto más subes, más obstáculos encuentras. Creer en ti misma es lo definitivo. Saber que voy a hacerlo mejor la siguiente vez, pero medirme conmigo misma, no con los demás. Creo que intentar dar lo mejor de ti es la pulsión que te mantiene viva. Eso no tiene límite, es hasta que te mueres. Me reconozco exigente, pero no quiero verlo como una permanente insatisfacción sino como algo que late dentro de mí para que ningún día quede en vano, que cada día tenga un sentido.

¿Eres muy disciplinada en tu día a día?

¡No! (Risas). Es que encima yo soy muy caótica. Si hay algo que he conquistado es mi libertad y eso está ahí ya, fluyo con la vida. Me encantaría decir que me organizo mucho, pero no es así. He aprendido que no puedes meter la vida en una jaula y ponerle llaves ni estructurarlo todo como tú quieres. Al final la vida te lleva por donde le da la gana. La realidad es que mi día, haga lo que haga, gira alrededor del piano, pero eso no significa sólo tocar, como se pueda pensar. Yo genero mi propio trabajo. Me ha costado tanto ser libre que al final, sea como sea, cuando me acuesto tengo la conciencia tranquila. Ya no hay vuelta atrás.

¿Qué pasa en tu ser cuando te sientas a tocar?

Para tocar necesito un estado mental como aquel momento de niña cuando entré en esa habitación, un estado de irme hacia lo sagrado. Cuando estoy en caos, me acuesto un momento, me calmo, vacío mi cabeza y luego ya sonámbula voy al piano, me abstraigo, entro en otra cosa y ya no quiero saber nada de nada. Tocar no deja de tener su parte física, de picar piedra. El piano es un detector de mentiras continuo. Cuando tocamos piezas de otros, el trabajo es de relojería, de precisión de reloj suizo. Hay que tener el control absoluto de los dedos, pero no puede quedarse sólo en trabajo mecánico, físico o mental. Tiene que haber un aire sonoro con un discurso que emocione, de eso se trata. La fuerza y el poder de la música es emocionar a quien la escucha. Cuando nos deshumanizamos es porque estamos faltos de sensibilidad y de emoción. Cuidar el sonido es cuidar el alma de los demás. Hay mucho respeto entre lo que hago y la audiencia. Lo que tocas lo filtras por tu ser, tus vivencias, tu persona y lo que destilas lo entregas a los demás. Lo que todos queremos, toquemos el instrumento que sea, es que al público le pase algo, le conmueva, salga revitalizado, transformado, con menos penas.

Has publicado dos discos en los que reflejas aspectos de tu vida.

En el primero, Rêverie, están reflejados los sueños de infancia. Hay grandes compositores que compusieron para sus hijos (Schumann o Debussy). Aunque un profesor se rió de mí cuando le dije de niña que quería ser concertista de piano, esos sueños quedaron inalterados. Lo importante es seguir tus deseos, lo que quieres de verdad. Nadie dice que haya que cumplirlos a una edad o a otra, cada cual tiene su GPS, así que hay que seguir tu camino siempre. Además, en ese disco está mi etapa de París y Alicia de Larrocha con todo lo que me aportó con la música española (Albéniz, Granados). El segundo disco, Mouvement, es el movimiento: está bien querer cosas pero para lograrlas hay que pasar a la acción.

¿Y lo de crear y organizar el Bouquet Festival en Tarragona?

Pues es que yo siempre tenía el recuerdo de las veces que he tocado en Alemania dentro de conciertos en los que había también productos españoles como el vino. Y en Francia he tocado en lugares del Patrimonio Histórico como iglesias, abadías… Por otro lado, en una época dura trabajé como guía turística en Tarragona (hablo francés) y conocí lugares increíbles. En uno había un piano de cola, hice un concierto una vez y luego hilando todo le di forma al festival en diferentes lugares con músicos que tenían ganas de hacer cosas, con el fin de revitalizar el ambiente cultural en Tarragona, unir música, lugares artísticos y vino. Y al final la gente respondió, vino, pagó su entrada, fue un éxito y gracias a esos recursos y a instituciones que apoyaron cediendo espacios se fue retroalimentando y ya vamos por la quinta edición.

Eres senadora honorífica en Tarragona. ¿Cómo es eso?

Es un cargo honorífico, no político, como algo simbólico de asesoramiento. Viene de la época cuando Tarraco era romana y el cónsul se rodeaba de gente de diferentes ámbitos para dejarse aconsejar. Hoy somos personas de la cultura, el arte, la ciencia y otras ramas. Nos reúnen cuatro veces al año para escuchar nuestra visión sobre diferentes temas. En mi caso me lo propusieron cuando creé el festival y lo recibo como un reconocimiento a lo que puedo aportar a la vida cultural de la ciudad desde mi labor.

¿Se podría decir que te has casado con el piano hasta el final de tus días?

El piano es un modo de vida. He tenido muchos obstáculos, mentiría si dijera que no he pensado en dejarlo varias veces en mi vida, pero la idea de dejarlo hacía que me apagara. Para mí es un proyecto de autorrealización personal. Me queda mucho piano por delante y creo que me va a seguir trayendo cosas buenas.

Entrevista de Silvia Melero publicada en El Asombrario