El naranjo de casa de mis padres

No recuerdo desde cuándo está ahí, en el patio delantero de la casa de mis padres. Era pequeña cuando mi padre lo plantó. En tierras madrileñas echó raíces y creció junto a nuestra familia. Cada año espero con ansia que lleguen sus naranjas, con el otoño. No hay naranjas más ricas en todo el planeta (bueno, seguro que sí las hay, pero éstas para mí son especiales). Pienso en todo lo que ha compartido desde su lugar, su quietud, desde su silencio, su discreción. Una y otra vez, durante décadas, regalándonos su sombra y el jugo de sus frutos, con la sabia savia de su alma, con la historia de su madera. Este año nos ha regalado más de 100 kilos de naranjas. Tal cual. Me emociona su generosidad, la generosidad que tienen los árboles, la Madre Tierra, de dar sin pedir nada a cambio. Nos alimenta con una sonrisa de árbol, de forma desinteresada, de forma natural.

La última naranja que dio me la comí a finales de diciembre, cuando fui en Navidad. No soy la única que las disfruta. Este naranjo ha repartido su esencia entre amistades, vecindario, familia… Muchas personas llevamos dentro algo de él (o ella). Me gusta pensar que estamos unidos por su sangre naranja. Pienso también en su familia, el esqueje del que procede, la semilla que dio origen a su ‘árbol genealógico’. Me gusta imaginar toda esa red de raíces y ramas unidas de forma tan maravillosa a las nuestras. Digamos que es como un vínculo de hermandad porque ya hemos tejido lazos familiares con ese ser que emite una energía tan bonita a toda la casa. Y, por si fuera poco, encima este naranjo es mágico. Además de ricas naranjas, da ricos limones. Un ejemplo de fusión y diversidad.

Me puse a pensar en los árboles que forman parte de nuestra vida. Y ahí empezaron a florecer en mis recuerdos, desde la infancia: la higuera del pueblo de mi padre, los almendros, los membrillos y manzanos, la cajiga en el pueblo de mi madre, y el ciruelo, y el castaño seco en el monte en cuyas ramas jugábamos con mis primos, al que tantas veces fui a ver en mi adolescencia, para leer, para pensar… Desde hace unos años tengo un árbol amigo cerca de mi casa, en mi barrio. Es un almez centenario. Sus ramas me cobijan siempre que lo necesito. Y un poco más lejos, hay un tejo muy especial.

De qué forma tan hermosa los árboles nos acompañan en cada etapa de la vida. Hoy estas letras iban dirigidas principalmente al Naranjo para agradecerle sus cuidados y su generosidad. Pero se extienden las ramas entre frase y frase y veo necesario ampliar el agradecimiento a todos los seres verdes con los que compartimos camino y vida.

Gracias, queridos árboles, por formar parte de este planeta Tierra.