Música insólita para almas inquietas

InsolitHabía una vez un lugar en el que ocurrían fenómenos musicales extraños. Sus habitantes los llaman “insólitos”, aunque ya se han acostumbrado a ellos. Son sonidos que se respiran y se extienden por todo el cuerpo, mejorando la salud y la circulación de la sangre, que se vuelve multicolor.

Ese lugar es Burgos y en él se celebra el Festival de Intérpretes e Instrumentos Insólitos. Y pasan muchas cosas sorprendentes y mágicas. Como allí todo vibra, los peques fabrican sus propios instrumentos con materiales desechados y un niño convierte una pajita de beber en una flauta-maraca. Hay recicladores profesionales que reivindican el folclore de los vertederos y hacen música de reciclorquesta con regaderas, latas de aceite, ladrillos, muletas, llaves inglesas… Así, de una manguera sale una trompeta y de un desatascador una gaita. Incluso una lata de cine engulle granos de arroz y evoca el sonido de las olas del mar. Es el mismo mar que susurra desde el interior de un acordeón cuando de un violín salen gaviotas.

Desde Viena, y en furgoneta, ha llegado una lira organizzata ya mayor (tiene más de dos siglos) y muy exigente (no se deja afinar fácilmente) para hacer su reaparición estelar y mostrar su sonido del siglo XVIII. Junto a ella, los agujeros de un papel se llenan de vida cuando atraviesan una caja mágica que los transforma en una canción.

En vez de edificios, en este lugar se levantan esculturas sonoras con miniventiladores, flexos, gárgaras y muñecos que hablan. Entonces las notas empiezan a volar y atraviesan los gruesos muros de piedra para expardirse por toda la ciudad. Algunas se esconden en las nubes para caer en forma de gotas y chisporrotear canciones en el suelo. Otras llegan hasta las aves resguardadas en la catedral, que se suman a la banda con el batir de sus alas.

Por todas partes hay músicos en los tejados que tocan serruchos, violines-trompeta, sartenes, tubas, contracubos, raveles, trovas, ukelines, theremines, escobanjos, buzukis, gaitas-butano y algún chelo-lata, guitarra-maleta o strohviol.

No es verdad que en Burgos hay pingüinos. Sí es cierto que hace frío, por eso todo el mundo va por la calle con un violín-bufanda al cuello. Los semáforos cambian de color según el ritmo musical del día. En los bosques cercanos las hojas de los árboles (que tienen su propio idioma) se unen al viento para ofrecer también sus murmullos armónicos hasta que toda la ciudad se hace música.

Y colorín colorado, este cuento no se ha acabado. Lo contaremos entero, con personajes que hablan, muy pronto en la revista 21. El final es insólito.